Sucede con cierta regularidad que la corteza oceánica se introduce bajo la corteza continental. Estos grandes movimientos liberan magmas y fluidos hidrotermales que ascienden por fisuras y grietas; minerales líquidos incandescentes que -en su camino de subida a la superficie de la tierra- se enfrían y cristalizan. A esas formaciones verticales se les llama filones, vetas y vetillas.
Como un modo de dar cuenta de tales vetas de escritura acumulada, hice un análisis de repeticiones de palabras por cada año del diario y clasifiqué luego cada una de sus entradas con las palabras resultantes: vetas que señalan otros depósitos minerales, otras estructuras verticales que atraviesan la horizontalidad del tiempo de la escritura del diario.

VETA ☷ casa

Sobre esta tierra dormimos. 
Contemplamos el paso 
Del tiempo:

La vida abierta al mar 
Parecida a la vida 
Colorida de la flora endémica 

Lila de la dicliptera 
Amarilla del michay azul
De la flor azul de la dalea; 

Tuvimos tiempo de estar solos 
Sobre esta tierra 
-El tiempo del aprendizaje 
Y del juego-

Encontramos compañía en otros 
Que compartieron nuestra afición 
Por las cosas de la tierra. 

Hicimos el amor sobre esta tierra

Tras la partida otros 
Ocuparon el suelo en el que dormimos
Y soñamos. Elevaron 

Improvisados asentamientos 
Casas de madera y nailon 
De madera y latón casas
De madera y concreto.

Para quienes aseguran que en esta 
Tierra no hay nada, que nada 
Brotará de estas ruinas / digo

Bajo esta tierra descansan 
Los huesos queridos.

Con el propósito de detener la expansión sin control de terrenos tomados en el sector Costa Laguna al norte de Antofagasta, el día de ayer el Ministerio de Bienes Nacionales dio la orden de "recuperar" las 13 hectáreas de terrenos fiscales tomados.
Uno de los factores que detonaron el desalojo y demolición de esas viviendas precarias fueron las denuncias de ventas ilegales de terrenos de desierto. 

En el reverso de esas imágenes / aéreas de los macrocampamentos, de los planos generales y contrapicados de maquinaria pesada / está el negocio / de la división de la tierra / desierta, la compartimentación de las casas / por las que el desierto / arenoso / improductivo encuentra / un valor suplementario. 

En esas imágenes es visible el abuso, la necesidad y la exclusión social con las que -¿es posible decir?- el vacío de representación se llena.

Sorprendidos por la sombra de la araña de rincón, tras no poder sacarla de la casa sin dañarla, escribimos juntxs el siguiente poema:

araña

dos versos de
cuatro patas.
La tercera y última lechuza blanca que vi fue en uno de los últimos días de escuela que, paradójicamente, era una noche en la que celebramos la graduación de octavo. Más allá, siguiendo la calle de abajo unas esquinas más allá estaba la casa de Helena, cruzando la calle, las casas del Belga, de Juanito, de Cristián, de Carlitos, más lejos -donde la calle en los días ventosos fundía sus límites con el desierto- la jaula de Alejandro. A quien traté muy mal pues éramos ambos demasiado pálidos.
Tras un día o dos de permanecer callado o, más bien, sin poder decir una palabra, limpio la casa, limpio mi cuerpo, en silencio.

Pienso que este diario debería honrar esa incapacidad de decir que conduce a la práctica del cuidado y el oído.

Imagino, entonces, un libro. Un libro en el que cada hoja en blanco representa un día. Páginas blancas en las que los pájaros despliegan su canto y el viento golpea la ventana, en las que reverbera el murmullo humano.

En este libro, yo elijo de alguna manera reducir mi movimiento, consagrándolo al aseo del espacio en el que despierto, como, observo y escucho pues, después de uno o dos días, sé que no es necesario que diga nada.
Murió el padre
Sin llegar a conocer a sus nietos
Se fueron las hijas y los hijos
Murió la madre

El silencio por fin tomó la casa

Brotó de los orificios, de todas
Las orillas bajo todos los muebles
El habla de los invertebrados.

977

El mundo continúa. Son pequeños signos. Es la noche del sábado. Algunas personas vuelven a sus casas. El ruido de sirenas a lo lejos se aproxima, mientras los pesados pasos se detienen frente a un umbral. Voltean la cabeza. Una patrulla o un carro de bomberos deja una estela de sonido y luz. Todo continúa. Pero el camino es pesado. Las lágrimas son inevitables. Tiraron un niño desde el puente al río.

973

También vi cerca de esas casas
-rurales cercanas a Santiago-
algún racimo de uvas
estratégicamente situado lejos
de la casa pero a la vista
abrazado por un enjambre de moscas.

972

Qué con las bolsas de agua las
Botellas transparentes llenas
De agua en los umbrales de
Algunas casas para espantar
Las moscas los domingos frutales

Pues ven su reflejo y se asustan
Me dijeron una vez cuando chicxs.

951

Hasta el momento en que Gutiérrez, el joven escritor José Santos Gutiérrez [González Vera], decide dejar la casa familiar y le propone arrendar una pieza en un conventillo, Aniceto no había sino vivido apenas, en algún rincón entre Buenos Aires, Valparaíso y Santiago. Esta pieza donde comparten una cama de una plaza y media, dos sillas y una mesa en la que José Santos escribe y fuma por las noches, mientras Aniceto se sumerge en el sueño, abiertas las páginas de un libro, es su primer hogar o algo parecido a un hogar.
José Santos es narrador, Aniceto escribe poemas que se deslizan por los agujeros de sus bolsillos para perderse también en su memoria. Por las mañanas se reúnen con Sergio en la falda del cerro San Cristóbal para ejercitar el cuerpo: suben caminando y bajan luego corriendo para ir a trabajar a la imprenta de la revista Numen, propiedad del poeta Juan Egaña.
Duermen juntos, asean sus cuerpos uno al lado del otro, dialogan sobre literatura y política, siempre juntos, al menos por un tiempo. En la conversación que mantienen antes de acordar esa vida precaria, pero libre, en común, se preguntan el uno al otro si tienen “inclinaciones hacia la homosexualidad”. “NO”, responden con mayúsculas. No hay una relación sexoafectiva entre ambos, sin embargo, se llaman a sí mismos los “convivientes”.
Es la segunda década del siglo XX en Santiago de Chile y Aniceto -a pesar de haber experimentado relaciones heterosexuales pasajeras y frustradas- nunca ha manifestado ningún deseo por una mujer.
Es la segunda década del siglo XX, los hombres jóvenes mantienen, a veces, este tipo de relaciones homosociales y, a veces, las dejan para encontrar un trabajo estable, formar una familia e ingresar a la política, los discursos, la vida institucionalizada. A veces también dejan una vida u otra: allí se convierten, a veces, en “enfermos o viciosos, borrachos, cafiches u homosexuales”, en suma: en los seres humanos (“desnutridos, abandonados, sin preparación ni destino”) que conforman el “submundo extraordinario, pero un submundo humano” de los conventillos.

944

El problema de entrar a la casa inmensa del afuera.
Para entrar a una casa primero debemos entrar a una casa.

934

En el encierro, pregunto: ¿cuál es el espacio que debo atravesar, hacia la casa inmensa / del afuera?

924

Como un molusco

Un hombre
Porta una casa

Como un hombre

Parado
En la puerta
De su casa.

875

En los sueños la casa familiar es un conjunto sin fin de habitaciones adheridas unas a otras sin mayor concierto ni consideración por las restricciones del espacio, otras veces un largo pasillo de muchas puertas, fragmentos materiales, en ocasiones, escombros de lecturas, del amor, del trauma, escombros del cariño y la violencia. Hoy despierto sobre mi cama, me levanto con más o menos fuerza que ayer o mañana, me ducho y salgo a la calle. Veo, a lo lejos, una polvareda.

865

El sol que sube por el cerro. El viento que baja por su falda. Ejercen presión sobre mi cuerpo, cuando camino de vuelta, esta tarde.
Resiste al comienzo la presión el cuerpo, pero cede. Se abre cada uno de sus poros. Respira el tejido aireado, de pronto nuevo, recompuesto. Absorben el sol las papilas que experimentan el mundo. Cada agujero recibe y da, convive en el aire con las partículas de luz cálida, del viento tibio. Tocan los surcos de los pies los surcos de la goma del zapato, tocan / los surcos de la tierra, bajo el asfalto, sobre las raíces y la vida subterránea.
Consigo entrar, de vuelta a la casa. Me siento, como lo hago siempre, sobre la imagen de un cuerpo que lee.

863

Anoche soñé que tenía una hija, una hija hermosa que era a veces un perro. Dormía a los pies de la cama o iba a mí para enredarse en mis brazos y me hablaba suave y articuladamente entre gruñidos y ladridos. Y yo la amaba pues no tenía nombre o era quizás una extensión de mi verdadero nombre. Mayormente permanecíamos tirados en la cama o en el suelo al nivel de los mamíferos menores. O con el hocico sobre la hierba al nivel de los insectos. Y nos mirábamos con un amor profundo y desconocido hasta entonces para mí. Enrollado mi cuerpo, dormía mi hija en el hueco que quedaba entre mis patas, la cola y el hocico. Al mediodía había ido a la clínica a verte y caminé después hasta la casa desanimado. La gente volvía a reunirse en el hueco de la Plaza Italia entre las patas de Santiago, perro hoy viejo y amoroso como yo en mis sueños.

849

Las imágenes se registran, se superponen y exhiben de manera desordenada; se distribuyen bajo las lógicas y en los canales de las redes sociales, por un lado, y en la televisión y la radio, por otro; son reorganizadas, repetidas en loop, comentadas por periodistas y expertos; palabras se les adhieren –imágenes ruidosas, que suenan en las calles, dentro de los edificios y en las casas; imágenes ruidosas que desplegadas una tras otra, una encima de otra, le dan cuerpo al ruido y, de pronto, nieva.
Es 23 de octubre y está nevando en Chile.

837

Francis Ford Coppola dijo alguna vez que gracias al acceso a la tecnología del video casero, en un futuro cercano, todos tendríamos la posibilidad de filmar nuestra propia película, en nuestras propias casas, con nuestros amigos. De ese deseo nació Compost, una película interior, que nunca alcanzó a ser filmada.

829

A la hora en que todos vuelven a sus casas
dejan otros edificios
cierran puertas para abrir otras puertas
yo me quedo
una sombra se queda
sin cuerpo, sin referencia
a ningún cuerpo.

810

Después del llanto, un deseo; que nos encontremos alguna vez, en alguna casa que pueda llamar mía y estemos juntos, sin obligaciones. Que pueda yo quitarte el maquillaje de la cara tan marcado, para que aprendamos juntos a maquillarnos y, con eso, todo lo demás, de nuevo.

799

Hoy cambiaron el curso del río. La ciclovía inundada, las casas bajo los puentes inundadas. Hoy cambiaron el curso del río. Los cuerpos inundados se tambalean por la calle.

798

Caminamos por la calle, todos bien abrigados en el comienzo del invierno, tras salir de una misma casa, de la misma cama.

789

Las otras familias pasan la mayor parte del día en sus casas.
Esta injusticia es palpable en la película (Aquí se construye), su manifestación es horrible, efectiva también para mostrar una manera de vida que brutaliza a partir del trabajo. En el movimiento de los cuerpos de los obreros es notorio su cansancio: las piernas que arrastran, los brazos caídos, yendo y viniendo, entre el día y la noche.

788

Como si la noche fuera un territorio, los obreros de la construcción parten tras su jornada laboral en buses y bicicletas a dormir en casas oscuras. Despiertan, todavía de noche, bañan sus cuerpos que perfuman, preparan bolsos y viandas, viajan de nuevo hacia el día.

778

Es domingo por la mañana. Camino a la Vega, tras todas las esquinas, pequeñas estructuras precarias parecidas a casas, nos protegen del frío.

775

Hoy, al despertar, abro la ventana y miro. De pronto un hombre sale desprendido del cerro, orina en su falda y parte. He visto estas apariciones extrañas salir también del Gran Sauce: hombres fantasmagóricos que nacen de su tronco oscuro o de entre las ramas que penden al ritmo del viento / de la corriente del Mapocho sobre la que cabalga un segundo río dorado en los veranos.
Caminan luego río arriba o escalan hacia la calle y se pierden entre la gente que va y viene entre sus casas y la Vega.

772

Entro al baño público. Camino a la espalda de un hombre joven que se lava las manos frente al muro espejado.
Así como la bruma densa se nos avecina tras salir de la casa por la mañana en invierno, su perfume se me viene a la cara. Continúo hacia el urinal más lejos y me interno en su olor ácido que es el olor ácido de los baños públicos, de las esquinas de los edificios estatales en pleno centro los lunes por las mañanas, de los camarines de las escuelas públicas donde los adolescentes muestran sus penes que bambolean con mayor o menor autoestima, con mayor o menor deseo de ser vistos por los otros, de tocar a los otros y de ser tocados, tras la ducha, luego de Educación Física, después de echarse el desodorante.

770

El cuerpo es una casa. También recuerda
Según Bretón, Yo
Es una casa embrujada.

767

En mis sueños, cuando huyo, huyo a ciertos lugares de la infancia. La infancia, que no es una ciudad situada en el pasado, sino el espacio vacío donde puedo participar del mundo sin hablar, sin discursos. El espacio vacío donde hoy se levantó un colegio entre las calles Bandera y Mateo de Toro y Zambrano, el espacio vacío de la cancha donde hoy hay un conjunto de casas diminutas entre El Roble y Pedro Lobos, la esquina misma de la casa vacía, su interior vacío alrededor del que esta ciudad gira.

743

“Una inquietante palabra aymara, bellísimamente anticomunitaria, asocial, es k’ita. K’ita puede ser tanto un niño que se va de casa, se desprende de comunidad, familia o territorio, como puede ser una planta silvestre que crece sin cuidado, lejos del cultivo. El viento arrastró una semilla, lejos, y ahí se puso a crecer una planta al lado de una piedra, sin riego ni cuidado. Pero k’ita puede ser un animal, el animal salvaje de las alturas y las lejanías, que no es posible domesticar ni llevar a ningún corral”.

689

Mi padre no ha muerto. La familia permanece, prendida cada una de sus partes a la otra. He tenido que ser yo mismo el padre muerto. He tenido que recrear, en el edificio de este cuerpo, la familia disuelta. He debido incorporar al muerto para ser uno más de los fantasmas que rondan esta casa.

662

Caigo en el sueño o despierto y vuelvo a entrar a una casa vacía.

652

Wanda abandona a su familia. Sale de la casa de su hermana rumbo a los tribunales y no llega nunca a volver, le pide antes a un anciano que recoge trozos de carbón un poco de dinero. En los tribunales uno de sus hijos llora, pero Wanda ni siquiera lo mira. Sale rumbo a la calle. Consigue trabajo en una fábrica textil; al cabo de dos días es despedida por demasiado lenta, por improductiva. Sin tener adonde ir, va al cine, se duerme y le roban el poco dinero que tiene. Se queda sin nada, que es otra forma de decir que ya no tiene nada que perder. Conoce, después, a Mr. Dennis, un criminal mediocre, que fantasea con robar un banco.

647

Duras se interpreta a sí misma en Le camion (1977). Esta película se filmó 7 años después de Wanda y tres años después de Je, tu, il, elle de Chantal Akerman.
Todas estas películas fueron protagonizadas por sus directoras, todas tratan de historias sobre mujeres. Je, tu, il, elle muestra a una joven que, tras permanecer enclaustrada en un pequeño departamento por alrededor de un mes, mientras escribe cartas y come azúcar, decide emprender un viaje del que no sabemos nada. Viaja con un camionero, beben, comen, ella lo masturba y después escucha el monólogo más o menos previsible de su masculinidad. La joven llega a su destino y el camionero desaparece, acabada su función en la película.
Toca la puerta de una antigua amante. Inmediatamente ella le dice que no se puede quedar a pasar la noche. Entonces la joven, en lugar de manifestar directamente su deseo, le pide algo de comer y se sienta a la mesa, luego algo de beber y ella le sirve. Después hacen el amor sobre una cama tan grande como la pieza en la que juegan, miden sus fuerzas, se frotan y aprietan, se retuercen y besan, acariciándose la cabeza.
Le camion, por otro lado, es la historia de Duras y Gérard Depardieu. Sentados a la mesa leen el guión de una próxima película. Sin el primer o tercer acto de Je, tu, il, elle, Le camion se centra en el viaje de una mujer desclasada, que presumiblemente se ha escapado del manicomio. En este viaje por la costanera, la película dentro de la película es un diálogo análogo al diálogo entre Depardieu y Duras, que discurren sobre la libertad, los privilegios de clase, el individuo y la mujer en una escena discursiva e intelectual más amplia que la inmediatez del recorrido, entre un punto cualquiera de la cartografía de Francia y otro.
Allí donde Je, tu, il, elle muestra a una mujer segura de sí misma y su deseo, allí donde Le camion dibuja a una mujer dueña de su saber y sus palabras, Wanda ofrece una imagen contraria, a contrapelo de esa versión de la historia de las mujeres: una mujer insegura, que no sabe nada y que es inútil para todo. Una subjetividad apenas, que existe apenas en el vagabundaje, que tras salir de su casa, tras salir de los tribunales, en términos amplios, de las instituciones sociales, está como lanzada a la deriva.

642

Cuando despierta, Wanda ya ha dejado su casa, la vida familiar.
Esa misma mañana debe ir al tribunal de familia para “pelear” por la custodia de sus hijos. Llega tarde y fumando un cigarrillo.
Ante el juez, quien le pregunta un par de veces si es cierto que abandonó a su esposo y sus hijos, Wanda responde: “Si él quiere el divorcio, solo déselo”, los niños “van a estar mejor con él”.

640

La vida, como toda ficción que simula la vida, comienza con la salida del sol.
Wanda (1970), la primera y única película de Barbara Loden, empieza por la mañana, en una casa empobrecida, ubicada en las cercanías de un yacimiento de carbón al norte de Pensilvania.
Dentro de la casa un niño llora; el llanto se superpone al ruido de camiones y excavadoras. Wanda duerme sobre un sillón en la casa de su hermana y, a medida que el ruido del día comienza a iluminar las cosas, despierta.

639

Mi hermano me avisó por chat. ¿Te acuerdas del Chino (que danza
“buscando el punto
de muerte
de su enemigo”)?
Le dieron doce años.
Dicen que el viejo los dejó entrar a su casa (el Chino era dos hombres esa noche, dos hombres jóvenes, uno tras otro, uno la cáscara del otro), dicen que no entraron (no pudieron haber entrado) por fuerza. Que eran conocidos, que antes de entrar ya habían entrado y vuelto a entrar tantas veces. Que el viejo mismo era conocido entre la gente de la provincia.
Dicen que el viejo era homosexual y que el Chino y su amigo, conociendo que el viejo andaba con cabros jóvenes, aprovecharon de entrar, pero el Chino o su amigo no son cabros y entraron –maricas, putos, huecos, cáscaras el uno del otro– y estuvieron toda la noche y salieron con el sol, mal vestidos.
Salieron con la ropa por delante, el cuerpo diminuto para tanto muerto, sombras tras la ropa de otro hombre dicen. Que bailaron, intentaron curarse con cuidado de curarlo al viejo antes y pudieron verse y lo pasaron bien (imagino). Que llegaron a conocerse –sombra peregrina y cuerpo conocido–. Que el sol estaba saliendo y aprovecharon por fin de salir. Y salieron.

“–Usted ha supuesto que yo creo a mi adversario
cuando danzo– me dice el maestro
y niega, muy chino, y solo dice: él me hace danzar a mí”.

637

Soy un niño y entro a la casa jugando a ser mujer. Me contoneo y lanzo besos. El papá me da un golpe y me reta.
Hacia la tarde –cuando el sol es un recuadro entre el sillón y la tele– me arrastro, ruedo hasta sus pies y me acurruco para que me toque la cabeza.

633

Entre los escasos fragmentos que alcancé a escribir conservo los siguientes:

“Y el juego consiste en darle a los postes a pesar de que la noche es inminente o, por lo mismo, por tanta luz inútil, tanta luminaria y tanto camino iluminado. Sus nombres eran bíblicos: Zacarías, Saulo, Manuel, José. De alguna manera, yo soy todos ellos”.

“Ocho y media de la tarde, ni siquiera nueve. Hora del día, y era esto un consenso entre los niños perdidos para siempre el mes de junio de 1990, en que la sombra de una persona alcanzaba su mayor dimensión, especialmente en el solsticio de verano.
Saulo siempre fue el más alto de todos, lo seguían la Caty y la Olga, José, de menor edad, aún no alcanzaba un desarrollo satisfactorio, era más bien bajo. Saulo, por lo tanto, lograba abarcar una mayor extensión de terreno con su sombra. Con los brazos abiertos, se extendía calle abajo llegando al mar, o eso decía, a los mil años, cuando fuera un gigante.
El mundo no tiene sino doscientos a los once: por eso no andaban gigantes por la calle; a lo más un tipo de dos metros y tanto que habían visto por televisión: ‘¡El hombre más viejo del mundo!’ (y más alto), de una edad cercana a los ciento veinte. Desde aquí se desprendía que el ser humano (niñas y niños, todos), aproximadamente a los setenta u ochenta años de la formación del planeta, recién había proliferado. Antes, bajo la forma de animalejos diversos vagaba por los océanos. Las montañas no existían. Nunca se preocuparon de ellas. Eran un espejismo. No existe la distancia. Esto lo afirmaba Olga. José creía en cambio que el mar era lo que no existía. Una vez leyó que las ratas en transatlánticos arribaban a islas lejanas, caminaban por una crisneja, escalaban por las cadenas de las anclas, nadaban hasta un barco, partían. José decía que los marineros eran todos unas ratas; el mar, una forma especial de decir montañas (había muchas maneras de decir una misma cosa y eso lo aterraba). Las ratas venían de las montañas entonces. Él y toda su familia vivían en una ínsula. Su madre le recriminaba que leyera tanto: te vas a quedar ciego… Leer, concluyó, es malo para la vista.
Saulo, en cambio, afirmaba que era solo el sol lo que existió. ¿Y la lluvia?, a veces llueve en invierno o otoño… La lluvia no es sino otra forma del sol. El sol tiene dos formas extremas si más condensado o disperso. El sol es un círculo en el cielo y uno que baja subiendo de nuevo y para siempre. O dos anillos entrelazados, que giran. Todo el desarrollo del humano era explicado por el principio de giro perpetuo de dos anillos entrelazados.
Olga en realidad no creía en estas cosas, con el año y medio que le llevaba a Saulo tenía todo muy claro. El mundo era el mundo simplemente”.

“Y en el presente están todos muertos, perdidos sus cuerpos en algún lugar de la playa, arrastrados por los tumbos.
Ahí los veo emerger de entre el resto de los cuerpos de la fosa, entre esos brazos y torsos sin dueño, enverdecidos por el mar, el rostro de Saulo, la ropa de Zacarías, la mano que llevaba el reloj de Manuel todavía marcando el tiempo”.

“Que el planeta fuera plano o redondo, un disco flotante o cualquier otra de las teorías del resto, no fue nunca una de sus preocupaciones. La elipse que el sol dibujaba sobre el cielo como la de los astros menores o la luna; la curvatura de las nubes; el ineludible descender de los viajeros que es su ascender, recortados por el horizonte; la difícil imaginación del borde, juntura de mar y cielo; o la vez que subieron el cerro esperando ver la pared del mundo y solo descubrieron más y más cerros, otros convertidos montañas, planicies, pampas salares desierto bosques ciudades, costa, mar tomando altura y vuelta a dar con el primer hito, por el mismo camino, pasando fuera de la casa, repitiendo la ruta que soñaron. Podrían haber dicho: primera vez que emprenden aventura, primera vez sin supervisión, la primera de vuelo los padres, a no mediar la amplitud racionalista del rostro de la Olga, su ceño de inteligencia, las trenzas que disimulaban buenamente bajo un aspecto infantil, largas tardes al sol, prolongadas jornadas de observación atenta, incontables días e incontables noches de arduas evaluaciones del comportamiento de aquellos niñitos, niños que fueron sus amigos, sus enemigos, su familia; a no mediar su amor, sus casi dos años menos de juventud.
La redondez de la tierra, para Olga, la naturaleza de su acción, manifestaba su evidencia. Pudo deducir, sin mitologías, cada proceso y explicarles, de haber querido, el ineludible movimiento circular, indeterminado e infinito del mundo y sus estratos. Y más particularmente, que la sombra de una persona se alargaba tanto cuánto su relación con la orientación de la luz del sol se lo permitía y que –en un momento de su ciclo diario– la sombra coincidía con la altura exacta de sus cuerpos; que pasado el mediodía era el momento preciso para saber cuánto más crecidos estaban; que las ocho y media de la tarde durante el solsticio de verano era por completo una ilusión, un simulacro de sus futuras medidas; que incluso José podría ser más alto que todos si más cercano al crepúsculo vespertino se confrontaba con la sombra que Saulo proyectó a media tarde; que el ser humano no alcanza los mil años; que los cuerpos vuelven al mar, donde todo después se cierra”.

630

Entraron de noche a la casa del centro y salieron por la mañana.
Un vecino declaró haber visto a un hombre joven salir de la casa ese día domingo. Su vestimenta fue el primer indicio, según declaró, de que algo raro había pasado: una chaqueta negra que se notaba como dos tallas más grande.
Llamó a la puerta y nadie abrió. Llamó a la policía y descubrieron el cuerpo.

587

“Trabajo mi epitafio cuando duermo; al despertar, al recordar lo olvido. Estará escrito el día que no despierte del sueño. Estará escrito en mi casa cuando no despierte”.
Gonzalo Millán

557

Entramos. La pieza atiborrada por fotografías de su primo más pequeño, el recién nacido, el recién llegado (como yo) a esta casa.
Fantasmas privados de toda inteligencia deambulan de un lado a otro de la pieza, chocan contra las paredes, van a dar al vidrio de las ventanas como pájaros desprevenidos, se abalanzan contra nuestro cuerpo y lo azotan. Otras imágenes se desprenden y pueblan la bóveda celeste del cielorraso.
De pronto soy yo por un segundo el otro, el sobrino mayor y el sobrino más joven. Ellos son yo mismo y también el otro, en esta cercanía inmensa entre cuerpo y ojo, entre laminilla y laminilla alada, reverberantes en el cielo.

541

En el momento de la despedida, mi tía se quedó para sí –consciente de poder incomodarme, herirme o, simplemente, porque no es de su incumbencia– unas palabras que sin embargo comprendí.
Su deseo era que encontrase yo alguien con quien formar una familia y, como ellos, construir una casa, un monumento, elevar un montón de piedras.
Antes –ayer, la semana pasada, ¡qué sé yo!– estas palabras me hubiesen parecido condenables por un conjunto de razones que ahora mismo es ridículo mencionar.
Ella guardó silencio por gentileza, sin antes manifestar en su cara (una ventana abierta) ese deseo. Después nos abrazamos.
Hoy comprendo esas palabras que no dijo como una bendición. Ella desea para mí el fuego alrededor del cual las personas se reúnen al llegar la noche o el invierno, el fuego en la palabra hogar.

535

Mi tía nos invita a tomar once a su casa para celebrar mi venida, el cumpleaños de mi madre y, en general, que hoy estamos juntos. Están los abuelos, mi tío, mi primo y mi sobrino. Reímos comiendo un pan horneado con gracia. Antes conversamos en el patio sobre los cactus del jardín, comemos frutas maravillosas y mi abuelo nos habla de los pájaros. Del viaje que hizo hace unos años a Cunaco a visitar a unos parientes perdidos. De esa primera mañana en la que el canto de los zorzales le regaló una vida nueva.
Para mí, es difícil escuchar estas historias sin tragarme unas lágrimas de alegría. Él, que resentí tanto durante mi adolescencia por ser un hombre como todos los hombres, se emociona con el canto del zorzal, la timidez del chercán, la vida altiva del tiuque.
Llega mi hermano luego y vemos álbumes de fotos. Descubro mi alegría infantil y se me enciende algo dentro. Después mi hermano cuenta cuando descubrió a mi abuelo entusiasmado viendo videos de las cortísimas faldas de las bailarinas de saya en Youtube y todos reímos.

522

¿Qué es una casa cuando se está de paso, cuando lo único que se intenta es huir?

519

Vivimos en la misma casa, pero en diferentes extremos. A la salida del sol, cuando está en su cenit, al llegar la noche nos reunimos como nuevos paganos.

514

Gran parte de las conversaciones en esta casa giran alrededor de las enfermedades de mis abuelos, tíos y demás parientes, sus tratos más o menos ingratos con los doctores, los necesarios cambios en las dietas y sus regímenes de ejercicios, los remedios, naturales y artificiales, farmacias y hospitales.
Cuando pienso que el asunto se trata de aceptar la muerte, científicos y curanderos hacen todo lo posible por alargar la vida.

507

Llegué hace una semana a Antofagasta. Hoy leo la entrada del 17 de julio de 1964 del diario de Luis Oyarzún en la que escribe:
“Hay zonas del desierto transparentes como linfas tranquilas, otras como reverberantes de conchuela, y otras hondonadas opacas, oscuras, entre los cerros de metal garabateados por senderos de herrumbre. Entre Paposo y Antofagasta no hay casas ni alma viviente en 180 kilómetros. No vuela un pájaro, ni una mosca. Solo el aire purísimo y la luz que vela el sueño de la arena”.
Recuerdo, entonces, una de las razones por las que me gusta Antofagasta y, en general, las ciudades del Norte Grande de Chile. Situadas en la estrecha franja entre el árido desierto de Atacama y la extensión azul del mar, en estas ciudades siempre despunta la posibilidad simbólica de desaparecer.

499

Camino arriba, hacia la casa, el conserje, el portero, aquel que se ocupa de mantener limpio el edificio, el suelo donde camino, quien quiere hacerme feliz, riega el asfalto en un día caluroso. El agua baja por la calle y llega a donde estoy, cerca de la esquina.
Antes de que el agua arrastre pequeñas piedras y algunas hojas, basura y cuerpos muertos, antes de que inunde la superficie, dibuja formas que admiro, se separa, vuelve a unirse más allá, muestra el relieve del territorio.

482

Savasana

“Como la gente antigua
construyo en mí misma
una gran casa con fantasmas”.
Ximena Rivera

427

Soñé que estábamos en una casa amplísima. En algún momento te perdí de vista o me perdí simplemente en medio de las incontables habitaciones. Comencé a abrir puertas que conducían a otras piezas vacías en busca de la salida a la calle. Logré llegar a un patio donde encontré a un hombre joven sentado sobre el pasto, llevaba a cabo una tarea que no pude identificar pues se levantó enseguida me vio aparecer, como con una deferencia ancestral frente al extranjero. Me indicó la salida como se lo pedí. Al fondo de la casa, vista desde donde estábamos, tras una puerta con mosquitero vi a un niño de sexo indeterminable sumergido en la luz de la cocina, estaba parado casi de espaldas a mí, mirándome por sobre el hombro. Logré entrar a la casa. En la habitación había una pareja de jóvenes aprestándose a dormir. Apagaron la luz y yo, cuestión extraña, continué allí, de pie, en medio de la oscuridad. Antes de esto habíamos intercambiado algunas palabras, yo era una presencia palpable, no un fantasma, una persona completamente diferente. Un ruido como de uñas arañando una superficie de madera se repetía debajo de la cama, no los dejaba dormir. La mujer se quejaba, encendió la luz. Dentro de la pieza había un mirlo negrísimo buscando la salida de esa jaula, algo así como la libertad, un mundo más amplio. Antes de que ambos entraran en pánico y de paso asustaran al pájaro, me puse de rodillas y le hablé al mirlo, pero sin palabras. Le ofrecí mis manos abiertas, abrí la ventana y el mirlo voló de vuelta a la noche. Luego, otros pájaros comenzaron a salir de los rincones oscuros de la pieza: un gorrión, algunos chincoles, pequeñísimos chercanes, un zorzal; los ayudé a todos a salir por la ventana, pero no alcancé a salir yo mismo cuando desperté. 

~

El proceso fundamental de la actividad onírica consiste en contar los sueños

412

¿Qué clase de enemigo es ese que se frecuenta?

Yo es una casa embrujada.

364

20 de septiembre.
La montaña surge de la noche.

Hay preguntas fundamentales, que apuntan al fundamento de las cosas. Así, la pregunta por el tiempo que tarda en formarse una piedra, el suelo que sostiene los edificios que nos sostienen.
Sin duda, podemos atisbar esa temporalidad a través de las marcas que ha dejado sobre la materia, pero esa pregunta por los fundamentos no pretende analizar, reconstruir o explicar lo plegado (las capas de tiempo denso).
La pregunta por el fundamento es una pregunta sin propósito: ese tiempo es inaccesible. A la deriva del conocimiento intelectual, esta pregunta tiende puentes entre tiempos diferentes, diferentes materiales, para explorar sus continuidades. La pregunta por el fundamento de las cosas es, en este sentido, una pregunta por sus relaciones amistosas. Una pregunta que actúa (quizás) como crítica a la concepción diferencial del ser, de lo individualizable, del individuo frente a eso que llamamos naturaleza.
De manera esencial, ese tiempo –el tiempo del fundamento– nos es vedado, pero no la capacidad de imaginar, la capacidad de simulación.

Camino de vuelta a la casa, veo a un niño venir de la mano de su padre, una alegría inexplicable me golpea: me emociona todo lo que le queda por vivir.

288

Salgo por la mañana y al cerrar la puerta recuerdo un sueño que me parece recurrente.
Vuelvo del trabajo y la puerta está abierta de par en par. Una desesperación incomparable viene de inmediato, miedo a haber perdido algo de valor.
Sin embargo, al interior de este lugar que llamo “mi” casa, nada falta, todo está exactamente como lo dejé por la mañana, como si nada -al interior- fuese precioso para otrx más que para mí mismo.

286

Excusas usuales para no reunirme con gente:
Tengo que trabajar
Estoy enfermo
Tengo que limpiar la casa
Tengo que escribir
La verdadera razón nunca funciona, siempre conduce a una cadena, interminable para mí, de preguntas: hoy quiero estar solo, aislado del mundo.

275

Al parecer no quiero nada más que volver a “la casa”, vivir con la madre, los hermanos, el sobrino. Son ellos el objeto de mis sueños.

259

Cruzo la calle, cambio de dirección, me detengo y vuelvo en busca de algo sin importancia o pierdo el tiempo en alguno de esos incansables rituales entre la casa y mi destino. Hace años, cuando ni siquiera sabíamos uno del otro.

247

El viaje es interrumpido por una falla mecánica. Debemos esperar en medio del desierto a que el próximo bus nos lleve a nuestros respectivos destinos. Es de noche y el cielo es elocuente. Los pasajeros pierden la paciencia de inmediato o bromean con el desinterés de los sobrecargos. Tomamos café o Coca-Cola, imaginamos el paso del tiempo capeando el frío; algunos planifican el día, aprovechan para sacar cuentas, cerrar algún negocio, advertirse de las costumbres de los habitantes de la ciudad próxima. Yo miro hacia arriba y recuerdo: la Cruz del Sur, la Osa mayor, Escorpión y Tauro, el punto rojo de Marte, tendidos sobre el techo de la casa.

245

Y no es solo que me haya alejado físicamente, que me haya ido el tiempo que tarda un desierto. Estoy lejos también de una manera familiar de llamar a las cosas, propias. De un lenguaje -estoy tentado a escribir- menos “frondoso”, menos “diverso”, más “pobre”. O, más bien, de un lenguaje que no necesita (como yo, el que escribe, quien tiene poder), para explicarse, es decir, para exponerse de manera completa, más que un conjunto limitado de signos: el este, el coso, ¡bah!, eso.
El amor allá me es más simple, está atado de manera directa a esas sílabas, a esos ruidos plenos de sentido e insignificantes, interjecciones y onomatopeyas que rodean la mesa, que rondan, como fantasmas amistosos, la casa.

244

Digo o imagino que digo (a estas alturas qué importa): Tienes que ser fuerte, no dejarte morir, todos en la casa te queremos. Alejado, sin embargo, ya hace mucho.
Ahora escribo “la casa” como si un dolor, como si esa parte de mí, minúscula y densa, enquistada en el pecho, de pronto me recordara, tras hacer una mala fuerza, que el tiempo pasa, que el cuerpo nos traiciona, que vivir lejos, a veces, para algunos, es continuar huyendo de uno mismo.

228

Me descubren escribiendo, cuando niño, una carta, de amor, de ilusión, de esperanza, a Marta o Gabriela o José. Avergonzado la destruyo en mil pedazos que boto al tacho de la basura, pero que quiero tragarme para hacerlos parte de mí mismo y preservarlos de sus burlas. Huyo corriendo al patio. Tras unas horas vuelvo a la casa y veo, fruncido el ceño “como todo hombre de estudio”, a mi padre, pegando uno a uno los pedazos de la carta.

214

Está la ropa de calle, con la cual nos presentamos al mundo, libre idealmente de manchas y roces, libre de la acción erosiva del cuerpo en su medio. Y está la ropa de casa, adelgazada, semitransparente y olorosa, tibia del domingo, pegada a muslos y glúteos. Esa ropa adherida, también, al sueño.
Esta es la ropa de la depresión, la soledad, de eso que llamamos descuido de uno mismo, pero también es la ropa suave del amor propio y del amor a los otros.

209

Camino perdido por la calle mientras lloro mirando a los extraños que me evitan o me ven pasar o paran para abrirme paso. Es mediodía y estoy aterrado por el ruido de las bocinas y el traqueteo del milenario chasis de los automóviles; arriba, el cielo cerrado por las líneas de los edificios. Doblo en una esquina y un hombre se arrodilla para atajarme de manera gentil, pregunta por mi nombre, mis apellidos, me pregunta dónde vivo, si acaso sé cómo volver a la casa. A todo respondo que no. Me toma de la mano y me conduce entre la gente hasta una comisaría. Allí se hacen cargo de mí, me dan postres para calmarme, jaleas, una sémola lánguida y desabrida que como porque no sé qué otra cosa hacer. Estoy sentado en un pabellón oscuro. Al fondo veo la puerta por la que entramos. Llevo aquí dos días o más en los que la noche se ha ausentado. La puerta se abre al tercer día y aparece la madre con una sonrisa hermosa de alivio en el rostro. El último bocado es dulcísimo. Después salimos a la calle rumbo a la casa. Me dice: fuiste muy valiente.

¿Este es el recuerdo que he estado buscando?

206

Soñé que estábamos corriendo por la playa con el sobrino, el fantasma de la familia y otro niño, un gnomo o dulce duende de barba larga y abundante.
En la arena se escondían pequeños dinosaurios plásticos de diversos colores que el sobrino y su amigo recogían como tesoros.
El hermano luego de un rato le ordena que deje todos esos animalillos donde los encontró pues ya tiene suficientes juguetes.
El regreso a la casa es triste.
Estamos en una pieza vacía con suelo de madera, concentrados melancólicamente en la luz del sol que golpea las tablas y descubre la cremosidad del polvo en suspensión.
De pronto, por la ventana trepa el enano barbudo, deja caer de sus manos un caudal de pequeños dinosaurios plásticos que inunda las junturas de las tablas y la pieza. Nos miramos con un rostro bello y excesivo, el sol se adueña de nuestros cuerpos, descubrimos que somos parte de esa luz.

204

Le cuento a J., y me entiende. Nos juntamos luego de unas horas en las que ha tenido que atravesar la ciudad para atajar esta caída sostenida. Tomamos sopa de zapallo y comemos diversas ensaladas verdes. Quiero concluir la noche rodeado por desconocidos para acabar con la ilusión de toda suficiencia que me invento. La mañana es maravillosa. Por supuesto deja de serlo. Recién ahora vuelvo después de quedarme retrasado en incontables esquinas, entre el boliche y la casa.

203

Mi hermana llama y no contesto. Estoy demasiado al filo como para sostener la voz un sábado a media tarde. Me escribe luego por el chat e insiste. Yo me preocupo de mantener el orden de esta casa que usurpo hasta que no puedo ya negarme a leer sus palabras.
Escribe de su dolor en palabras difíciles porque experimentar el dolor es difícil. De repente todo se suaviza y estamos juntos como hace mucho. Le propongo que nos veamos en un lugar hipotético a las 6 de la tarde de este invierno u otro y escribe: Sí, tomémonos un té a las 6 de la tarde mientras vemos el atardecer frente al mar y hablemos, porque somos hermanos y solo los hermanos pueden hablar de estas cosas.

200

Pocos días que recuerdo en los que fui –ahora pienso- feliz. Esa tarde en Concón cuando bebimos ron, oriné en el patio de la cabaña y robamos una planta luego de ganar algo de dinero en la calle tocando guitarra. Esa otra tarde cuando intentaste demostrar tus habilidades marciales y caíste, la noche que salimos a la calle a gritar por nuestro amor desaparecido en medio del parque Bustamante. O esa vez que bailamos el odio en calzoncillos, la madrugada en la que le arrebatamos un árbol a la tierra y lo metimos a la casa para imaginar la mitología de las raíces. Y también están esos otros momentos que me reservo, no por pudor, sino porque son inexplicables.

194

Una libreta en el velador para cuando despierto, agobiado por el fantasma que ronda el sueño; un cuaderno sobre la mesa ratona para los fines de semana en los que me complazco de mi sola presencia dulce; otras libretas y cuadernos escondidos en los cajones a lo largo y ancho de la casa; listas de recetas que me asaltan encima de la mesada, mientras practico la gastronomía del alma y del cuerpo (para sanar desde dentro, para estirar las raíces); anotaciones sobre la consistencia de las verduras y el fulgor de la fruta; papeles tirados en pasillos de supermercados y farmacias en los que leo mi suerte; la blanca paloma de la hoja rasgada, el mural del cielo; también otras libretas y cuadernos que perdí en lugares a los que ya no soy bienvenido y está esta manta y el chaleco que tejo para protegerme del invierno, miniaturas del tapiz de Gerona en los que anoto la vida.

192

El primer día en la casa de P. y C., nos fue arrebatado por la luz. Nos prepararon un desayuno austero. En frente, una anciana tomaba sol sobre la azotea. Hice un comentario y rieron. Entonces fui el cuarto entre ellas.

191

Recuerdo. Vamos en busca de unos muebles: una cama para congraciarnos, una mesa, un par de sillas. La abstracción de una casa.

126

C., me envía un poema bellísimo sobre una manguera azul tirada en el pasillo del patio de su casa. De pronto esa manguera se convierte en una serpiente azul, una serpiente en la que se cree con la fe de una sacerdotisa

"que besa a la cobra en la frente
para que llueva, para que dios bendiga nuestra casa".

104

Matar definitivamente ese cuerpo que permanece como una dimensión agregada a las cosas.

Nos amamos y odiamos a través de las cosas, de los productos que consumimos. Queda entonces un montón de restos, un montón de basura a la mañana siguiente: Este es el vaso que recibió una boca, la ropa que cubrió un cuerpo, las sábanas que conservan su olor. Esta es la casa, el territorio en el que puedo reconstruir sus pasos: la manera en que un cuerpo ocupa el balcón, sobrepasado de luz, para volver a ese ámbito excesivo al que pertenece.

92

Encuentro en mi largo regreso a la casa, La oscura vida radiante, un libro en medio de otros tantos libros destinados a cruzarse en mi camino. En las últimas páginas leo la historia de Daniel Vásquez, el poeta anarquista, encarcelado por subversivo, vuelto loco a punta de torturas y muerto en su celda como solo un dictador envejecido debe morir en su celda. Daniel Vásquez es en verdad José Domingo Gómez Rojas, fallecido el 29 de septiembre de 1920 en la casa de Orates por una meningitis no diagnosticada a tiempo. Otras versiones dicen que murió en medio de las botas ensangrentadas de los gendarmes en la Penitenciaría de Santiago. La cuestión es que apenas tenía 24 años.
En medio de una guerra inventada por el Presidente Sanfuentes para impedir la elección de Alessandri, ese año de 1920, Gómez Rojas, joven estudiante de Derecho y Pedagogía, fue apresado después del asalto a la Federación de Estudiantes de Santiago y acusado de antipatriota por oponerse a la guerra con Perú.
En La oscura vida radiante Gómez Rojas se llama Daniel Vásquez, seudónimo con el que firmó un par de poemas, pero el Ministro José Astorquiza Líbano conserva su nombre. El Ministro Astorquiza condenó a Gómez Rojas por “vendido al oro peruano” y –por encender un cigarrillo en su presencia- lo mandó a la cárcel bajo completa incomunicación. Encerrado allí, sin contacto con el mundo, en la oscuridad de la justicia chilena, perdió la razón y luego la vida. El día de su entierro, Alessandri fue declarado vencedor de las elecciones presidenciales y la tristeza se extendió un milímetro más sobre la historia de Chile.

88

R., me escribe desde el río Puelo. Me cuenta de su viaje a la montaña junto a J. También que nos han extrañado y pregunta por nuestra casa. Le cuento que todavía no llegamos, recién mañana viajaremos, en bus, por largas horas a través de las montañas.
Concluyo: “No me he sentido muy bien últimamente. Tengo una crisis existencial por ahora, aburrimiento, spleen, vacío sincero. Debo pensar largamente en mí”.
Todo como si fuera lícito ser honesto con alguien.

85

La luz del sol –exactamente a las 7:55 AM- proyecta la figura de unos árboles en el ventanal. Lo demás es una ausencia preocupante de luz en esta casa en la que nos encontramos. Tú continúas tu sueño por unas horas más, admiro esa capacidad para dormir en situaciones adversas. Hay un calor inmenso, sofocante aquí dentro. Las cortinas se mueven con un urgente deseo de acabar con la casa

63

Estoy en el aeropuerto: campos minados, estrictas prohibiciones de tomar fotografías, militares, trabajadores volviendo a sus casas en el sur. Poco antes: Pedro desliza diez mil pesos en mis bolsillos. Por la espalda alguien toca mi hombro. Es la presencia silenciosa de la abuela, que me abraza y me habla al oído. Su secreto es hermoso.

62

Por la tarde veo a los abuelos. Pedro está muy delgado y me cuenta sobre su aburrimiento, se jubiló tarde –hace tan solo dos años-. Pedro antes era una roca, un hombre fuertísimo que supo sacar adelante a dos familias al mismo tiempo, con una discreción impecable.
María atraviesa el patio como un fantasma sonriente. Desde que quedó sorda, decidió también quedarse muda. Ahora ambos viven en la casa del lado, pensando por las tardes qué deberían comer la mañana siguiente.

59

“Tengo antecedentes de ciertas formas de vida que si se supieran…”

“Al parecer hay una visión romántica respecto de lo que podría ser la tolerancia hacia los homosexuales”.

“En el caso del joven Zamudio, por ejemplo, la propia familia lo había echado de su casa, el muchacho estaba en un estado etílico espantoso”.

03-04-2012

52

Un sueño. Nos inventamos una ficción para abandonar la ciudad y ser felices. Almorzamos en la casa de un fascista. Estoy muy enfermo –es parte de mi personaje, aunque realmente estoy enfermo-. Así es que me quedo en la cama mientras los demás parten a perderse en la noche. Es reconfortante el contacto de mi cuerpo afiebrado y las sábanas limpias. Imagino tu presencia al borde de la cama, tu mano en mi frente para controlar que la fiebre no me arrebate del mundo. A ti te preocupa mi presencia en el mundo, lo que es agradable y me permite dormir.


51

Fantaseo. Nos encontramos en la calle, yo vengo del supermercado, con ropa de casa. No sé qué decirte. Me avergüenzo de los lunares en mi brazo izquierdo.

42

Estamos toda la mañana con el sobrino jugando Xbox. Más bien, lo miro asesinar endriagos, destrozar los cuerpos de sus enemigos.
Por la tarde dibujamos en el patio. Yo dibujo un elefante para que él coloree. Inmediatamente insiste en que trace una X sobre el ojo visible del elefante: es para indicar que está muerto, dice.
Luego pide que dibuje una explosión. Trazo los límites de una casa, de una casa cualquiera, de esta casa por ejemplo. Y el fuego desbordando las ventanas. Me doy cuenta de que he provocado un incendio. A él no le importa. Se esmera en dibujar un hombre tirado en el suelo, sangrante, con unas equis por ojos.

La X soluciona todo el problema de la representación de la muerte.

36

En algún lugar de esta casa comienza la novela. En una ventana, en la habitación de un niño, con el sueño de un niño. Como en la ficción de Eduardo Barrios que describe –a través del enamoramiento de un niño demasiado adulto- el quiebre de la plácida imagen de la infancia que lo conduce a la muerte. Así, la novela comienza con la muerte del protagonista, en algún lugar de esta casa. O, antes, como era mi intención escribir, cuando los ruidos a medianoche lo despiertan y una mezcla de curiosidad infantil y fatalidad le obligan a mirar por la ventana, protegido tan solo por sus ojos, los ojos a manera de escudo de juguete, trincheras hechas para ser vencidas. Por un momento la cercanía con la irrealidad del sueño lo disuaden de la verdad de lo que mira. La piedra, el ladrillo, rápido se aleja de la cabeza del cuerpo tirado en el suelo. Al despertar, la lluvia cubre la ciudad. Un aluvión barrió con toda evidencia del cuerpo muerto, arrastrado hasta el mar. Después el mismo mar desaparece. La catástrofe, de alguna manera, salvó a la ciudad de aquella injuria. Desde entonces, todo comienza a morir. Cristóbal o Agustín, el niño refugiado tras los ojos, ha estado muerto toda la novela.
La novela que comienza en algún lugar de esta casa tratará de encontrar lo inexpugnable en la mirada de los niños.

19

El Tío. Yo estaba solo y hacía calor. Tirado al sillón me masturbaba las primeras veces. Abre la ventana y me descubre. Comprende el arte de la convivencia, se va de la casa.