Siempre un espacio oscuro de noche - iluminado apenas por una tenue luz cálida. Nunca un espacio abierto:
al día
una playa
el claro de un bosque.
Son sueños, maneras del recuerdo - que el olvido esculpe en la mente.
Le veo ir y volver del sueño esta mañana. La luz del sol entra por la ventana e ilumina ese espacio en el que duerme tirada en el sillón. Imagino un punto de vista más amplio. En el que los movimientos de su nariz al olfatear el sueño son imperceptibles. Un punto de vista preexistente a la mirada humana. Donde el día y la noche forman parte de una misma vibración. Veo la luz ir y volver sobre un complejo de puntos blancos y grises, tonalidades claras y oscuras. Mantos de luz y sombra que el viento mueve. Es la respiración del mundo, me digo, su sueño.
Al anochecer – cuando figura se confunde con el fondo oscuro – cuando los altos picos de los edificios, las altas cumbres se confunden – cuando paulatinamente por la ventana – que es mi punto de vista – comienza a penetrar el agua – y sigue su curso y colma todo el espacio – cuando la noche nos sumerge en el sueño: un ojo se abre, imitando el día.
En el calor inmenso de esta tarde los comerciantes sentados bajo sus tiendas dormitan. Cierran los ojos, bajan la cabeza y se entregan al sueño. Entre ellos, en el portal de la galería, el vendedor de flores cruza los brazos, cierra los ojos y deja caer la cabeza en la luminosa noche del día. A un lado, de su parlante suena "Paisaje" de Gilda.
A diferencia del resto, cuyas bocas abiertas o cerradas hacen muecas al mundo despierto, sus labios esbozan una sonrisa. No es el sueño el que lo envuelve en la noche del día, es la música.
Hablamos de la muerte a estas alturas
De la noche la noche dinámica
Que descansa su peso en cada rama
Gira en el cielo entre todas las cosas:
En obstinados ojos en el cielo
Ondulado en los dolorosos ojos.
Hijo oscuro es esta noche arrojada
En brazos de todas las cosas.
A estas alturas de la noche hablamos
De la muerte –
Tierra negra donde crece
Hecha de sombras
La flor del crisantemo.
El viento azota las ramas del árbol.
Destellos se desprenden de las hojas
Como lúcidas gotas de luz sus-
Pendidas en el aire. Al atardecer
El movimiento -toda esa violencia
Del viento- se resuelve en sombra.
Cuando llega la noche, en oscuridad.
Claro, esto sucede para quien está
Dentro, refugiado del viento. Para quien
Está fuera solo la violencia sucede.
De las trizaduras en la oscura
Noche
Del tiempo
Aparecen sombras
Destellos:
La vida se desprende de la nada.
language is a map of our failures. Adrienne Rich
El 23 de octubre de 2023 -día en el que cumplí cuarenta años- una bomba mató a la familia de un niño de diez, en la franja de Gaza al otro lado del mundo.
A niños y niñas como él, se los identifica con el acrónimo WCNSF: Wounden Child, No Surviving Family. Niño herido, sin familiares sobrevivientes.
"No hay lugar más solitario en el universo que alrededor de la cama de un niño herido sin familia que lo cuide", había declarado unos días antes el doctor Abu Sittah.
Construimos nuestras historias -personales y colectivas- alrededor de vacíos. Contar una historia dijo Laurie Anderson es olvidarla. Pero, ¿a qué se refería?, pues -muy acostumbrados al efectismo discursivo- nos quedamos a veces en el lenguaje y olvidamos las cosas del mundo, las experiencias particulares de quienes hablan, testimonian o escriben.
Laurie Anderson hablaba del recuerdo de cuando estuvo internada en el pabellón de niños de un hospital a los 12 años por una lesión a la columna tras un accidente en la piscina. En específico, enfatizaba en los detalles a los que volvía como recursos narrativos, cada vez que contaba la historia a esta u otra persona; detalles que reforzaban la propia imagen o su personalidad.
En una de esas ocasiones, recordó un detalle olvidado que la retrotrajo a la experiencia vivida (it was like I was back in the hospital): el sonido del pabellón en las noches; el sonido que hacen los niños que están muriendo.
Escribir en el mundo -hoy ayer mañana- es escribir alrededor de vacíos y olvidos; a partir de la experiencia propia pues parece impracticable hablar por los demás sin caer en el efectismo discursivo que oculta las cosas y las vidas hasta hacerlas desaparecer (en el léxico deshumanizador, en un acrónimo, en una bonita historia de superación).
Sería incorrecto decir:
Se hunde en la negra noche
Naufraga en el mar más oscuro
Se pierde en la sombría espesura.
Entre tantas cosas, sin duda un árbol
No es parecido al niño o el loco
Que desviándose del camino se pierde
Ni un tronco es similar a una embarcación
-Aunque tradicionalmente sean
Los árboles / madera
De travesías y aventuras-
Son cosas que se dicen en poemas / cosas
Que surgen cuando hablamos desde el entusiasmo.
Sucede que hoy hemos estado por largas horas
Mirando el viento golpear las hojas de la Melia
-Conocido también como árbol de los rosarios-
Y nos ha encontrado la noche.
Una ventana
Un umbral
Un camino
Una encrucijada
Así aparece el poema:
Una figura
Querida o no
Que se acerca
Al final de la noche
Comienzan los días y las noches fríos
cuerpos vencidos se arrastran
a la siga de otros cuerpos arrasados
una mano busca su reverso y juntas
encuentran una piedra tibia.
La tercera y última lechuza blanca que vi fue en uno de los últimos días de escuela que, paradójicamente, era una noche en la que celebramos la graduación de octavo. Más allá, siguiendo la calle de abajo unas esquinas más allá estaba la casa de Helena, cruzando la calle, las casas del Belga, de Juanito, de Cristián, de Carlitos, más lejos -donde la calle en los días ventosos fundía sus límites con el desierto- la jaula de Alejandro. A quien traté muy mal pues éramos ambos demasiado pálidos.
1919. Huidobro escribió en Altazor, publicado en 1931:
“Tomo mi paracaídas, y del borde de mi estrella en marcha, me lanzo a la atmósfera del último suspiro. (…)
Ah, qué hermoso… qué hermoso.
Veo las montañas, los ríos, las selvas, el mar, los barcos, las flores y los caracoles.
Veo la noche y el día y el eje en que se juntan”.
1914-1918. Durante la Primera Guerra Mundial, la fotografía aérea pronto reemplazó los bosquejos a mano de mapas de los observadores en las operaciones de reconocimiento aéreo del campo enemigo. Hacia el final de la guerra, las imágenes utilizadas para estos mapas (fotográficos) de batalla eran realizadas al menos dos veces al día. Según Paula Amad, en “el apogeo de la guerra, los franceses producían alrededor de 10.000 imágenes por noche” (“From God’s-eye to Camera-eye: Aerial Photography’s Post-humanist and Neo-humanist Visions of the World”. History of Photography. Volumen 36, número 1, p. 69).
La escritura de la lechuza en medio de la noche es blanca como los fantasmas.
La lechuza blanca, lechuza de campanario, chiwüd o yarken vive en Chile desde el norte chico hasta el cabo de Hornos. Se alimenta de roedores, del ratón de cola larga entre ellos, y anfibios. Es un ave de hábitos nocturnos. Recuerdo de niño, en más de una noche, exactamente 3 noches distintas, haber visto su cara blanca enfrentándome en la copa de un árbol en medio del desierto de Atacama. Hoy sé que es improbable. Así como sé que decir un árbol en medio del desierto de Atacama es decir una ciudad / y que las raíces del tamarugo llegan a los 8 metros.
Después de no poder encontrar objetos tan diversos como una antigua libreta de apuntes o un destornillador, temo un día levantarme en medio de la noche y no encontrar el espejo, colgado en el baño. Temo aún más mirar por la ventana y descubrir que mi reflejo ya no está, desaparecido el vidrio que aísla el departamento del frío en invierno, del calor en los veranos.
Una habitación flota entre las nubes esta noche, como un sol tenue, hace miles de años muerto.
Volví a soñar con un perro negro. Este perro soy yo. O, más bien, yo soy él, perro en forma humana: a quien más ama y más teme. Estaba en mis brazos, yo era un niño, él, un perro grande. Le llamaba antes, con tristeza. Iba a morir. Él y yo. Estuvimos abrazados mucho tiempo -menos que una noche, lo que dura una vida en sueños-, consolándonos mutuamente, haciendo el duelo por la muerte del otro. Luego desperté, que es otra forma de morir, en sueños.
El mundo continúa. Son pequeños signos. Es la noche del sábado. Algunas personas vuelven a sus casas. El ruido de sirenas a lo lejos se aproxima, mientras los pesados pasos se detienen frente a un umbral. Voltean la cabeza. Una patrulla o un carro de bomberos deja una estela de sonido y luz. Todo continúa. Pero el camino es pesado. Las lágrimas son inevitables. Tiraron un niño desde el puente al río.
Alimentado el miedo,
el enemigo avanza.
Se intensifica su marcha,
se fortalecen los cercos
intercomunales.
El enemigo cuida
la llegada de la noche.
De la guerra no sabíamos nada,
nada del enemigo sonriente,
nada del asesino amable:
la guerra era la vida
como la conocíamos y no
conocíamos sino la guerra.
En momentos en
que la gestión de
la vida se hace visible,
se revela la guerra
como estrategia sin tiempo.
Para el político para
el poeta para
el filósofo es
fácil insuflarse
de esta / retórica que
valida la violencia sin condiciones
reflota / el deseo de
un poder central
el deseo del sacrificio.
Pero ante la guerra sin tiempo
ante la violencia original
ante el cuerpo sagrado. Ante
todo este deseo por lo trágico,
aparece otra evidencia, otra
realidad: el cuerpo como cifra;
la muerte como estadística; la
política como recuento.
El enemigo carece de toda dignidad.
su maldad más grande:
desconocerse como enemigo.
Una mujer riega sus plantas, consciente de que llovió toda la noche en frente.
Un hombre escamotea un cigarrillo a la falda del cerro, sube
por el sendero que otros allanaron, se pierde
en la espesura del paisajismo.
Pongo una taza de garbanzos a remojar y trato de dormir.
A medida que la noche llega y pasa, uno a uno, los garbanzos se abren bajo el agua y suenan / como una lentísima cuenta regresiva hacia el alba.
Despertar en medio de la noche – agobiado por la picadura del mosquito. Despertar afiebrado por la hinchazón en la coyuntura de las falanges, media y proximal, del índice izquierdo: pequeño bulto, duro y rojizo, que palpita en la mano, mientras afuera las brigadas del conservadurismo cubren rayados e imágenes; tachan, escriben PAX ET BONUM sobre otras frases, tratando de usar las estrategias del enemigo. Inscriben su versión del bien, su versión de la felicidad.
Amanece. La mañana me toma en sus brazos para ponerme en la calle. Camino suspendido sobre el día, segundo del nuevo año. Las paredes recién pintadas la noche anterior. La noche que deja –refugiada en su propia penumbra– una huella de olvido y violencia sobre las cosas.
Entre todas esas imágenes, una me ronda, persiste. Es 19 de octubre, camino rumbo a la Vega Central, es la mañana siguiente a la primera noche de toque de queda. Los “sin techo”, los alcohólicos, los desaforados, los locos, los hombres perdidos, continúan durmiendo en la Iglesia de la Recoleta Franciscana, en los dinteles de los edificios, bajo el puente, envueltos por sus pequeñas jaurías, sobre las bancas del Parque Forestal, con los zapatos como almohada y la mano en la entrepierna, agarrados de sus penes tibios como único abrigo. Esta imagen cotidiana me asalta otra vez, en esta mañana, tras despertar.
Estos hombres están fuera del horizonte político de la movilización.
Cuando se restringen las libertades de movimiento y reunión, estos hombres solitarios continúan durmiendo junto a sus perros, con las manos en sus penes tibios.
He tenido los más maravillosos sueños. En los que he sido feliz y permanezco en silencio, rodeado de personas que me quieren y a las que quiero, con las que me siento cómodo a mediodía, a medianoche, entre una y otra estación.
En mis sueños el mundo gira a mi alrededor, pero soy respetuoso y giro alrededor de los demás cuando bailamos. Toco la piel de quienes amo y quienes me aman tocan mi piel, en habitaciones tenues, matizadas entre la infancia y la adultez, donde todo es intermedio y la piel es mate como la piel de las plantas a la noche. Hablamos de programas de televisión que no he visto, pero reímos porque nos entendemos.
V., me dijo hace unos días –muchos años atrás, en la cocina, junto a la mamá, preparando dulces para la fiesta de mi cumpleaños– que los sueños son deseos cumplidos. De día soñamos juntos el sueño de la masa, de noche, yo vivo una vida paralela en sueños.
Las otras familias pasan la mayor parte del día en sus casas.
Esta injusticia es palpable en la película (Aquí se construye), su manifestación es horrible, efectiva también para mostrar una manera de vida que brutaliza a partir del trabajo. En el movimiento de los cuerpos de los obreros es notorio su cansancio: las piernas que arrastran, los brazos caídos, yendo y viniendo, entre el día y la noche.
Como si la noche fuera un territorio, los obreros de la construcción parten tras su jornada laboral en buses y bicicletas a dormir en casas oscuras. Despiertan, todavía de noche, bañan sus cuerpos que perfuman, preparan bolsos y viandas, viajan de nuevo hacia el día.
No es aún de día (en Chile –Brasil, Argentina, en Charlottesville, Virginia– la noche es eterna).
La policía escolta a un grupo de fascistas, heterogénea aglomeración de corpúsculos y formas, enquistados en el cuerpo de la marcha.
Es aún de noche. Dormimos con un cuerpo sobre el pecho.
El sol es una línea de luz en el horizonte, los cerros de espinos y cactus se visten con la noche.
Como si no existiera un espacio de felicidad dentro o fuera de la familia para Wanda, tras perderlo todo, se somete a la deriva. Se deja llevar por las circunstancias, conoce hombres que le dan algo de comer o beber, una noche de sexo tras la cual la abandonan.
Wanda no parece ser la proposición de una vida alternativa, de un espacio de realización a las afueras de la sociedad y sus discursos, ya tranquilizadores o consolatorios. Su vagabundaje es crítico, atraviesa y rompe el discurso familiar, de la célula conyugal, el discurso de la realización individual, de la emancipación, de las formas de vida alternativas, para agrietarlos y mostrarlos, ya no en su injusticia, denunciando la violencia física o lingüística que ejercen o manifiestan padecer, ya no en su capacidad de anulación, de reducción de los otros o de flexibilización de las subjetividades, sino para exponerlos como indiferentes.
Duras se interpreta a sí misma en Le camion (1977). Esta película se filmó 7 años después de Wanda y tres años después de Je, tu, il, elle de Chantal Akerman.
Todas estas películas fueron protagonizadas por sus directoras, todas tratan de historias sobre mujeres. Je, tu, il, elle muestra a una joven que, tras permanecer enclaustrada en un pequeño departamento por alrededor de un mes, mientras escribe cartas y come azúcar, decide emprender un viaje del que no sabemos nada. Viaja con un camionero, beben, comen, ella lo masturba y después escucha el monólogo más o menos previsible de su masculinidad. La joven llega a su destino y el camionero desaparece, acabada su función en la película.
Toca la puerta de una antigua amante. Inmediatamente ella le dice que no se puede quedar a pasar la noche. Entonces la joven, en lugar de manifestar directamente su deseo, le pide algo de comer y se sienta a la mesa, luego algo de beber y ella le sirve. Después hacen el amor sobre una cama tan grande como la pieza en la que juegan, miden sus fuerzas, se frotan y aprietan, se retuercen y besan, acariciándose la cabeza.
Le camion, por otro lado, es la historia de Duras y Gérard Depardieu. Sentados a la mesa leen el guión de una próxima película. Sin el primer o tercer acto de Je, tu, il, elle, Le camion se centra en el viaje de una mujer desclasada, que presumiblemente se ha escapado del manicomio. En este viaje por la costanera, la película dentro de la película es un diálogo análogo al diálogo entre Depardieu y Duras, que discurren sobre la libertad, los privilegios de clase, el individuo y la mujer en una escena discursiva e intelectual más amplia que la inmediatez del recorrido, entre un punto cualquiera de la cartografía de Francia y otro.
Allí donde Je, tu, il, elle muestra a una mujer segura de sí misma y su deseo, allí donde Le camion dibuja a una mujer dueña de su saber y sus palabras, Wanda ofrece una imagen contraria, a contrapelo de esa versión de la historia de las mujeres: una mujer insegura, que no sabe nada y que es inútil para todo. Una subjetividad apenas, que existe apenas en el vagabundaje, que tras salir de su casa, tras salir de los tribunales, en términos amplios, de las instituciones sociales, está como lanzada a la deriva.
Mi hermano me avisó por chat. ¿Te acuerdas del Chino (que danza
“buscando el punto
de muerte
de su enemigo”)?
Le dieron doce años.
Dicen que el viejo los dejó entrar a su casa (el Chino era dos hombres esa noche, dos hombres jóvenes, uno tras otro, uno la cáscara del otro), dicen que no entraron (no pudieron haber entrado) por fuerza. Que eran conocidos, que antes de entrar ya habían entrado y vuelto a entrar tantas veces. Que el viejo mismo era conocido entre la gente de la provincia.
Dicen que el viejo era homosexual y que el Chino y su amigo, conociendo que el viejo andaba con cabros jóvenes, aprovecharon de entrar, pero el Chino o su amigo no son cabros y entraron –maricas, putos, huecos, cáscaras el uno del otro– y estuvieron toda la noche y salieron con el sol, mal vestidos.
Salieron con la ropa por delante, el cuerpo diminuto para tanto muerto, sombras tras la ropa de otro hombre dicen. Que bailaron, intentaron curarse con cuidado de curarlo al viejo antes y pudieron verse y lo pasaron bien (imagino). Que llegaron a conocerse –sombra peregrina y cuerpo conocido–. Que el sol estaba saliendo y aprovecharon por fin de salir. Y salieron.
“–Usted ha supuesto que yo creo a mi adversario
cuando danzo– me dice el maestro
y niega, muy chino, y solo dice: él me hace danzar a mí”.
Quise alguna vez escribir sobre ellos: los amigos perdidos. Una novela que se llamaba La desaparición del mar. Contaba la historia de una catástrofe tras la cual toda la ciudad debía ser relocalizada, en otra bahía, a la falda de otros cerros.
La noche del desastre ocurría un crimen: el homicidio perpetrado por Micky. Todo se trataba de ahorrarle la vergüenza a la cuadra, a la población, a la ciudad, a mí mismo (porque yo es la colectividad más grande).
La novela estaba cruzada por un discurso de restitución, un discurso conservador, escatológico. Escribir ahora esa novela no tiene ningún sentido, ya no entiendo mi pasado como una vergüenza.
Antes de que llegáramos –alguna tarde de verano– a correr por el arenal marcado de cal. Antes de dividir el campo en dos fuerzas opuestas y complementarias. Antes de que la pelota eclipsara el sol, cuando no había nadie, brillaba sobre la sal del desierto.
Y no hubo testigos.
Y no hubo cobardes.
~
De un lado la noche y del otro el sol se enfrentaban en el crepúsculo.
Hacia la noche la fresca brisa de la tarde se convirtió en tormenta.
Por la mañana, de camino a la feria, vi el tronco de una araucaria tirado sobre el parque Forestal, con sus gruesas raíces expuestas.
El árbol debió haber caído durante la madrugada, rendido ante el viento, mientras yo tenía el más terrible de los sueños: confiado y seguro de ser querido, les enseñaba a los miembros más jóvenes de la familia cómo hablar por sí mismos.
En el momento de la despedida, mi tía se quedó para sí –consciente de poder incomodarme, herirme o, simplemente, porque no es de su incumbencia– unas palabras que sin embargo comprendí.
Su deseo era que encontrase yo alguien con quien formar una familia y, como ellos, construir una casa, un monumento, elevar un montón de piedras.
Antes –ayer, la semana pasada, ¡qué sé yo!– estas palabras me hubiesen parecido condenables por un conjunto de razones que ahora mismo es ridículo mencionar.
Ella guardó silencio por gentileza, sin antes manifestar en su cara (una ventana abierta) ese deseo. Después nos abrazamos.
Hoy comprendo esas palabras que no dijo como una bendición. Ella desea para mí el fuego alrededor del cual las personas se reúnen al llegar la noche o el invierno, el fuego en la palabra hogar.
Por las noches veo Mad Men. Hay un capítulo hermoso de la cuarta temporada. Lane Pryce y Don Draper se quedan solos en la oficina en la noche de año nuevo. Deciden ir al cine a ver Godzilla, luego van a un restaurant. Aquí, Lane le dice a Don que le recuerda a un amigo del colegio a quien todos admiraban, ese adolescente que tras de sí lleva siempre, como una estela, al resto de sus compañeros. Ese joven murió en un accidente en motocicleta.
Es el mismo tipo de niño-hombre al que admiré: C., P. Seguro hoy están muertos o consumidos por la familia y la monogamia, ellos no escriben ni realizan un trabajo, seguramente, perdurable, pero son todo lo que quisimos ser.
Vivimos en la misma casa, pero en diferentes extremos. A la salida del sol, cuando está en su cenit, al llegar la noche nos reunimos como nuevos paganos.
Atardecer de domingo. La inminencia. Habrá ahora que levantar los restos del fin de semana, limpiar los segmentos oscurecidos en la alfombra, los rincones en los que las noches se obstinan, restituir el orden para recibir el día con los brazos abiertos, de cara al sol.
Sueño que nos bañamos en un río amplio, profundo, atardece. El agua que no vemos se divide cuando nos golpea para volver a unirse más allá, donde la noche comienza.
En el mismo río entramos y no entramos / pues somos y no somos los mismos.
Un cuerpo nunca es idéntico a sí mismo.
Hay un hombre durmiendo detrás de cada arbusto, detrás de cada cosa.
13 de octubre.
He dejado de anotar mis sueños. Tengo la sensación de haber soñado algo conmovedor, pero el olvido ganó. ¿De qué manera que no puedo anticipar se manifestará ese sueño durante el día?
Todo termina / todo se pudre
se convierte en una noche.
La realidad, muy bien, está social, discursivamente construida, pero no por eso deja de golpearnos, no por eso el dolor deja de existir. Es más, ese conocimiento (como cualquier conocimiento) no evita que suframos.
2 de octubre.
Se acaba el día, se encienden las habitaciones / ceden luego a la noche / el cielo se enciende y gira en el pasado que dormimos.
20 de septiembre.
La montaña surge de la noche.
Hay preguntas fundamentales, que apuntan al fundamento de las cosas. Así, la pregunta por el tiempo que tarda en formarse una piedra, el suelo que sostiene los edificios que nos sostienen.
Sin duda, podemos atisbar esa temporalidad a través de las marcas que ha dejado sobre la materia, pero esa pregunta por los fundamentos no pretende analizar, reconstruir o explicar lo plegado (las capas de tiempo denso).
La pregunta por el fundamento es una pregunta sin propósito: ese tiempo es inaccesible. A la deriva del conocimiento intelectual, esta pregunta tiende puentes entre tiempos diferentes, diferentes materiales, para explorar sus continuidades. La pregunta por el fundamento de las cosas es, en este sentido, una pregunta por sus relaciones amistosas. Una pregunta que actúa (quizás) como crítica a la concepción diferencial del ser, de lo individualizable, del individuo frente a eso que llamamos naturaleza.
De manera esencial, ese tiempo –el tiempo del fundamento– nos es vedado, pero no la capacidad de imaginar, la capacidad de simulación.
Camino de vuelta a la casa, veo a un niño venir de la mano de su padre, una alegría inexplicable me golpea: me emociona todo lo que le queda por vivir.
día 38. La noche se repliega reverente frente al día que avanza. ¿Quién tira el hilo del primer pájaro?
día 26. Es domingo. Se escucha el trinar de las cosas, rumor de la noche que cuida el sueño de quien duerme.
día 24. Cúmulos de nubes avanzan sobre la montaña, eventualmente cubrirán todo el cielo visible. Su amenaza es fútil, quieren restituir la noche.
día 23. Unos minutos más permanece el cuenco de Santiago en la oscuridad. Después el sol se expande tras remontar la montaña y todo continúa. Por unos minutos, la noche juega en el alba.
día 20. El pájaro, ennegrecido por la luz que asciende, pasa sobre mi cabeza; es el último vestigio de la noche.
Toda la noche tratamos de encontrarnos. De estar solos luego; de huir, después, de los amigos que se entrometían en el espacio delirante que se fue construyendo entre nosotros, para nosotros.
Inventamos alguna excusa para apartarnos (caer, solos, juntos), pero no conseguimos más que su lealtad acostumbrada, su ingrata compañía. Corrimos, entonces, fuera de los caminos hasta estar seguros de habernos perdido.
Llega la noche y con ella la desesperación, el taedium vitae que sigue al placer.
Los hombres oscuros. Es importante la mirada, ya sea en el narrador que se entrega a la apertura del paisaje o a la mañana, a la caída de la noche, ya en algunos personajes: la mujer de Víctor Alfonso, el suplementero revolucionario, lo mira con orgullo mientras este vuelve al conventillo con su presencia simple y se sirve la comida.
Estos momentos -en medio del erotismo interrumpido o frustrado, de los malos olores: el guano y el hedor del amor furtivo, el hacinamiento y los vicios- parecen requerir de un lenguaje que escape de cierto expresionismo decadente o un realismo de tableau, para entregarse al luminoso trabajo del lenguaje analógico.
Yo leo por las mañanas después del desayuno, tras el almuerzo mientras los otros duermen siesta, al llegar la noche cuando la familia se calma. Él me ha estado mirando con cierta distancia o curiosidad, no sé, hasta que me pregunta qué estoy leyendo. En voz alta le leo un poema que al parecer lo sorprende, me pide que le lea otro. Después de unos días hablamos y me cuenta: me gustó ese poema que dice: “Las estrellas perdidas son para ti, el frágil cuerpo de un bañista es para ti”.
Está el desfase que el sueño profundo imprime sobre el cuerpo.
Las noches en que el cuerpo se encuentra fuera de sitio: el milímetro excesivo que solo la piedra mágica puede limar.
También la brizna de piel que cubre la carne viva: ese necesario desfase entre la escritura y el dolor.
A veces vuelve la sensación de ese milímetro excesivo; ese milímetro del mundo desplazado que me deja de lado o detrás: el milímetro en el que las cosas se alejan a una distancia irremontable o, a veces, se acercan demasiado. Y todo cae o se desliza entre los dedos: las ventanas se avecinan, las puertas se cierran en las narices, los peldaños me tienden trampas. Son noches de vasallo, noches en las que me pierdo en el vasto territorio de la cama, camino a la mañana.
Despierto en el medio de la noche. La mitad del cuerpo frío, insensible un ojo. Un rectángulo de luz delinea la puerta del baño al frente. Sigo al brazo que confío hacia el pomo de la puerta que no alcanzo, se desplaza a la mitad inútil, que no despierta del cuerpo. Todo, la cama, la alfombra, los zapatos, un milímetro fuera de sitio.
Primero fueron noches incontables de un malestar tenso; en las que me levantaba de la cama con el cuerpo fuera de sitio. En la oscuridad me apresuraba hacia el baño dejando el pijama descascarado por el suelo, camino de la ducha.
“Las uvas huecas, perfumadas del jabón” me devolvían la calma y podía, entonces, caer dormido nuevamente sobre la tina, mientras el agua terminaba por lavarme los sueños.
Tras cocinar en esta noche fría la comida que me mantendrá firme mientras escribo, la ventana empañada acumula el cielo nocturno y sus constelaciones.
Son las ventanas de las altas torres donde los amigos insensibles se desvelan o, en la duermevela de la melisa, confunden la vida con los sueños.
En frente y a los costados, veo tras pequeñas ventanas la actividad de lxs vecinxs que descuelgan la ropa seca de los tendederos, barren los balcones o salen a fumar, todavía en pijamas, despeinados y, supongo, con la densidad olorosa de la noche impregnada en sus barbas y cabellos, la piel pegajosa. Son los cuerpos abatidos del domingo.
Una mujer mira los maceteros de su minúsculo jardín, huele la tierra húmeda y toca las hojas de las plantas para atisbar, quizás, la vida lenta que sobrevive a la vida que vivimos, más allá de las obligaciones familiares y los vaivenes de la economía.
Los árboles roncan cuando el viento arrecia, se cierra el cielo, las ventanas se cierran.
Camino perdido por la calle mientras lloro mirando a los extraños que me evitan o me ven pasar o paran para abrirme paso. Es mediodía y estoy aterrado por el ruido de las bocinas y el traqueteo del milenario chasis de los automóviles; arriba, el cielo cerrado por las líneas de los edificios. Doblo en una esquina y un hombre se arrodilla para atajarme de manera gentil, pregunta por mi nombre, mis apellidos, me pregunta dónde vivo, si acaso sé cómo volver a la casa. A todo respondo que no. Me toma de la mano y me conduce entre la gente hasta una comisaría. Allí se hacen cargo de mí, me dan postres para calmarme, jaleas, una sémola lánguida y desabrida que como porque no sé qué otra cosa hacer. Estoy sentado en un pabellón oscuro. Al fondo veo la puerta por la que entramos. Llevo aquí dos días o más en los que la noche se ha ausentado. La puerta se abre al tercer día y aparece la madre con una sonrisa hermosa de alivio en el rostro. El último bocado es dulcísimo. Después salimos a la calle rumbo a la casa. Me dice: fuiste muy valiente.
¿Este es el recuerdo que he estado buscando?
Le cuento a J., y me entiende. Nos juntamos luego de unas horas en las que ha tenido que atravesar la ciudad para atajar esta caída sostenida. Tomamos sopa de zapallo y comemos diversas ensaladas verdes. Quiero concluir la noche rodeado por desconocidos para acabar con la ilusión de toda suficiencia que me invento. La mañana es maravillosa. Por supuesto deja de serlo. Recién ahora vuelvo después de quedarme retrasado en incontables esquinas, entre el boliche y la casa.
Pocos días que recuerdo en los que fui –ahora pienso- feliz. Esa tarde en Concón cuando bebimos ron, oriné en el patio de la cabaña y robamos una planta luego de ganar algo de dinero en la calle tocando guitarra. Esa otra tarde cuando intentaste demostrar tus habilidades marciales y caíste, la noche que salimos a la calle a gritar por nuestro amor desaparecido en medio del parque Bustamante. O esa vez que bailamos el odio en calzoncillos, la madrugada en la que le arrebatamos un árbol a la tierra y lo metimos a la casa para imaginar la mitología de las raíces. Y también están esos otros momentos que me reservo, no por pudor, sino porque son inexplicables.
Estuvimos con J., toda la noche hasta que anocheció otra vez y hablamos hasta no tener más que decir. Antes despertamos y fuimos a la feria un domingo de lluvia para aclarar el rostro y la mente con frutos secos, semillas y champiñones: shiitake, portobello, melena de león para no perder la memoria.
Holderlin.
"Sal, hombre, ve al vasto mundo, si tu corazón está carcomido por el tormento. Nada es tan sombrío en la noche que la mañana no lo pueda remediar".
Incontables hogares en las esquinas. Por la noche diluvia y los hogares se destruyen.
Un sueño. Nos inventamos una ficción para abandonar la ciudad y ser felices. Almorzamos en la casa de un fascista. Estoy muy enfermo –es parte de mi personaje, aunque realmente estoy enfermo-. Así es que me quedo en la cama mientras los demás parten a perderse en la noche. Es reconfortante el contacto de mi cuerpo afiebrado y las sábanas limpias. Imagino tu presencia al borde de la cama, tu mano en mi frente para controlar que la fiebre no me arrebate del mundo. A ti te preocupa mi presencia en el mundo, lo que es agradable y me permite dormir.
Fantaseo con nuestro reencuentro. Es como si me hubieras estado esperando hace mucho. Conversamos toda la tarde hasta la noche, luego salimos a comer. Entramos al único lugar que encontramos. Nosotros y ciertos turistas preparados para un safari. Nadie más, las calles de Santiago están desiertas. Te cuento sobre los hombres del lugar de donde vengo, cómo uno de ellos vendió la casa que heredó de su abuela para gastarse toda la plata en prostitutas y alcohol; o las extravagantes formas de manifestar cariño de esos hombres: aparte los golpes, el incremento de las pulgadas de los televisores cada navidad, tener que emborracharse para encontrar un sitio a tu lado (pero como ese espacio es huidizo, se hacen necesarias más y más cantidades de alcohol).
El resto del tiempo es de una brutalidad sin matices:
El padre huye de los besos del nieto.
El nieto sabe que los besos son un castigo.
El hermano huye de todo para encontrarse y encontrarme de paso.
Yo me escapo.
La madre permanece allí, sin comprender, cuestionando esa manera de vivir, pero con el corazón sano, con la mente sana, consciente de su cuerpo y de su espacio.
Digo entonces una frase que nunca he dicho: las mujeres del lugar de donde vengo son todo lo que yo quisiera ser alguna vez.
La otra tía, antes, era una mujer mucho menos conforme, más brutal, por aquello se ganó la antipatía de la madre y su hermana: es una mala mujer, dijeron.
En esta noche de año nuevo la vuelvo a ver y cocina junto a la hermana y la mamá, sonríen mientras los hombres conversan del mundo y preparan las bebidas. Resignación es una palabra extraña, creo que simplemente ya no tiene energías para oponerse a tanta opresión.
Las nueve y media, noche de año nuevo. El papá llega recién del trabajo. Lo sé por sus ruidos, el sonido de sus pasos hasta la reja del antejardín, la manera singular de abrir la puerta o desplazarse cansado al interior de la casa. Le dice la mamá a Daniel: “Llegó tu abuelo” y él corre a verlo llegar. Solo espero que le diga al abuelo palabras alentadoras, de esas que los niños dicen sin pensar, esas palabras con las que los adultos se sorprenden y por las que convierten a los niños en seres mitológicos.
Por preferir la noche (silencio principal), los shorts y las chalas, me resfrié otra vez. El riesgo de la escritura.