Sucede con cierta regularidad que la corteza oceánica se introduce bajo la corteza continental. Estos grandes movimientos liberan magmas y fluidos hidrotermales que ascienden por fisuras y grietas; minerales líquidos incandescentes que -en su camino de subida a la superficie de la tierra- se enfrían y cristalizan. A esas formaciones verticales se les llama filones, vetas y vetillas.
Como un modo de dar cuenta de tales vetas de escritura acumulada, hice un análisis de repeticiones de palabras por cada año del diario y clasifiqué luego cada una de sus entradas con las palabras resultantes: vetas que señalan otros depósitos minerales, otras estructuras verticales que atraviesan la horizontalidad del tiempo de la escritura del diario.

VETA ☷ niño

Sería incorrecto decir:
Se hunde en la negra noche
Naufraga en el mar más oscuro
Se pierde en la sombría espesura.

Entre tantas cosas, sin duda un árbol
No es parecido al niño o el loco
Que desviándose del camino se pierde

Ni un tronco es similar a una embarcación
-Aunque tradicionalmente sean
Los árboles / madera
De travesías y aventuras-

Son cosas que se dicen en poemas / cosas
Que surgen cuando hablamos desde el entusiasmo.

Sucede que hoy hemos estado por largas horas
Mirando el viento golpear las hojas de la Melia
-Conocido también como árbol de los rosarios-
Y nos ha encontrado la noche.
Hoy ha muerto mi amiga
Fue hace unas semanas
Pero la muerte de alguien
Querido al menos por un tiempo
Siempre es hoy.

Hace años un amigo antes
De un largo viaje me regaló una
Figura de Pinocho un amuleto
Para mi protección.

Yo le regalé a mi amiga ese amuleto
Quizás hace un año atrás o dos.

Era la figura de Pinocho niño
No de la marioneta de madera
Sino del niño humano al cual
Se le ha otorgado su mortalidad.
En el Otoño de la Edad Media, Johan Huizinga refiere diversas anécdotas de manifestaciones colectivas de llanto / movidas por la palabra de predicadores cuyos sermones eran seguidos de pueblo en pueblo -sin escatimar lágrimas ni las muestras más exageradas de contrición- por multitudes ávidas de alimento para el alma.
Por supuesto, sabemos de anécdotas como estas por medio de la escritura / de obispos y cronistas. No son estos / testimonios, sino formas (institucionales) de la escritura de la historia en las que la hipérbole permite la creación de sentido. Dice Huizinga: “Las cosas, desde luego, no pasaron así”, sin embargo, “la palpable exageración revela una base de verdad”: en un periodo atravesado por “la veneración religiosa” y sus prácticas públicas, esta propensión a las lágrimas (consideradas “buenas y honorables”) parecería “del todo natural”.

Tanto en Alcarràs como en Estiu 1993, películas de Carla Simón, los personajes lloran.
Pero antes que exageradas escenas de llanto y sonoros sollozos, las lágrimas aparecen como momentos de montaje, imágenes de corte o culminación que desestabilizan la construcción narrativa: así como si, sin previo aviso, el mantel de la mesa familiar fuera retirado con violencia por unx de sus comensales.
En este sentido, las lágrimas desvelan algo insuficientemente velado, siempre palpable, invisible por evidente: el duelo de una niña / el dolor de un padre / como eje de la escena / craquelada de la familia de raíz campesina en un mundo que -transformando sus formas de producción- derriba las representaciones que permitían tipos de identificación colectiva como la familiar y la del campesinado.
Este pareciera ser el fondo de verdad del llanto en Estiu 1993 y Alcarràs. Sin embargo, antes que llantos individuales, “personales”, vividos en silencio por una u otro, las lágrimas en estas películas aparecen entre brazos cariñosos en una escena de juego o ante los ojos de unos adolescentes que ven los de su padre fuertemente llorando.

Las lágrimas son una experiencia colectiva / de reencuentro frente a lo que de otro modo no sería / sino la destrucción del mundo y su memoria.
Tengo unas cosas que contarte, entre ellas, mis sueños. La beatífica presencia de un niño, C., quien nos enseñó a nadar, a surfear la timidez, el sexo, el urgente deseo de ser otrx. Con calma, tibia, respetuosamente. Estábamos en la playa y el cielo caía en la forma de un tsunami. Esa era para todxs nuestra muerte más segura y más hermosa, embobadxs ante la calamidad del cielo.
Pero dijo -y obedecimos- hay que tirarse al mar, capear la ola, sumergidos girar bajo el agua en dirección contraria a la corriente. Y lo hicimos. Y contuvimos la respiración. Y cuando el mar estuvo calmo vimos uno a uno aparecer nuestros rostros como una sola cara amorosa.
La lechuza blanca, lechuza de campanario, chiwüd o yarken vive en Chile desde el norte chico hasta el cabo de Hornos. Se alimenta de roedores, del ratón de cola larga entre ellos, y anfibios. Es un ave de hábitos nocturnos. Recuerdo de niño, en más de una noche, exactamente 3 noches distintas, haber visto su cara blanca enfrentándome en la copa de un árbol en medio del desierto de Atacama. Hoy sé que es improbable. Así como sé que decir un árbol en medio del desierto de Atacama es decir una ciudad / y que las raíces del tamarugo llegan a los 8 metros.

986

Volví a soñar con un perro negro. Este perro soy yo. O, más bien, yo soy él, perro en forma humana: a quien más ama y más teme. Estaba en mis brazos, yo era un niño, él, un perro grande. Le llamaba antes, con tristeza. Iba a morir. Él y yo. Estuvimos abrazados mucho tiempo -menos que una noche, lo que dura una vida en sueños-, consolándonos mutuamente, haciendo el duelo por la muerte del otro. Luego desperté, que es otra forma de morir, en sueños.

977

El mundo continúa. Son pequeños signos. Es la noche del sábado. Algunas personas vuelven a sus casas. El ruido de sirenas a lo lejos se aproxima, mientras los pesados pasos se detienen frente a un umbral. Voltean la cabeza. Una patrulla o un carro de bomberos deja una estela de sonido y luz. Todo continúa. Pero el camino es pesado. Las lágrimas son inevitables. Tiraron un niño desde el puente al río.

964

volteé y vi fuera
la fuerza de la corriente
no fui yo entonces
ni este o aquel
niño u hombre
joven y viejo
todo a un tiempo.

914

Hoy al ver a una mujer con un cabestrillo
recordé que cuando niño caí encima de otro
niño y mi cuerpo quebró su brazo en dos
mi mamá me obligó luego a visitarlo
y llevarle un cabestrillo blanco para su brazo
traté después de recordar sus gritos de dolor
pero no lo conseguí. Recordé sin embargo otra
cosa: que me agradecieron por ir a presentarle
mis respetos al cuerpo muerto de la tía muerta.

876

Escapábamos de la cárcel. Las circunstancias de nuestro encierro no interesan. Lo único relevante es que éramos inocentes. Un montón de niños y niñas que habían sufrido en sus cuerpos el mundo, los golpes del mundo, el abandono del mundo.
Abierta la puerta, abierto el horizonte abierto, el cielo, corrimos juntos cuesta arriba. Teníamos una pelota que pateábamos dando gritos mientras subíamos por las calles inclinadas a la falda del cerro.
Nuestras caras se encontraban de vez en cuando. Nos queríamos mucho, descubríamos en esas miradas rápidas, que ponían en riesgo nuestra fuga, una nueva forma de querernos, sin palabras, de manera libre, por la simple visión del cuerpo exacerbado.
Todos teníamos un brazo o una pierna más delgada que la otra, una pierna que sufría de alguna herida vieja, pero corríamos juntos de todas formas y los músculos -atrofiados por el encierro- se educaban en el movimiento. Estábamos ejercitando el cuerpo, estábamos sanando de a poco.

840

La película fue estrenada casi un año antes del atentado a las Torres Gemelas. Luego de que dos aviones se estrellaran en el corazón de esas imágenes en las que el pasado siglo permanece intacto. Imágenes de una ciudad en la que una familia se forma, en la que los amigos se quedan, en la que los niños crecen, en la que la memoria de los domingos de verano en el Central Park es todavía un motivo de alegría.
Imágenes como estas, de la vida familiar, de la vida íntima, de la vida cotidiana, posteriormente, vinieron a colmar nuestra relación con lo visible. Todos participamos de este régimen de la nostalgia y la presentación de sí. Tras ese atentado (tras el atentado en el corazón de lo visible) se ha vivido un proceso de intensificación de la producción de imágenes y su procesamiento digital, un uso por el que se han despojado del vínculo familiar en la serialización, en la construcción de perfiles políticos y de consumo; imágenes utilizadas para nutrir el miedo a perder la vida, para nutrir discursos conservadores, alimentar la violencia de quien ve en el otro al enemigo.
Imágenes que en su proliferación (en su aluvión intolerable) ya no se dirigen a nadie, que nadie puede ver, pero que se encadenan con otras imágenes similares y se hacen partes integrantes de procesos políticos de reconocimiento e identificación. Imágenes destinadas a la acumulación de dinero y poder, a la especulación que sacude el sustento de una realidad superviviente a la imagen, ya como reverso, ya como referencia, ya como experiencia religiosa o familiar.
Son imágenes bellas, sin embargo, emocionantes, los últimos diecisiete minutos del milenio, que nos hacen sentir más humanos.

839

La película de Jonas Mekas fue estrenada en noviembre del año 2000. Utilizó en ella décadas de filmaciones de videos familiares y registros de audio, que van más o menos desde fines de la década del sesenta hasta los últimos minutos del año 1999. Dice que no pudo simplemente dejar de filmar. Que no es un cineasta sino alguien que filma, no un filmmaker, sino un filmer. Su trabajo no es tanto el producto de una deliberación como de una actitud de disponibilidad frente a las imágenes, frente a la memoria. En alguno de los momentos de esta larga película de casi cinco horas, les pregunta a sus hijos ya crecidos, en los últimos diecisiete minutos del milenio, si las imágenes que ha registrado de sus respectivas infancias coinciden con la vida que recuerdan. Son ellos, sin embargo, afirma, son ellos vistos por él, pero también es el recuerdo de su propia infancia el que ha filmado en las experiencias de esos niños que descubren el mundo.

769

Luego de acabar de afeitar esa barba rala que cada vez me parece menos mía, veo mejor las manchas que con el pasar del tiempo han marcado mi piel.
Cuando niño, a los siete u ocho años, acompañé a la mamá a visitar a un doctor que, auscultando el iris del ojo (ventana del alma), podía diagnosticar enfermedades biliares, padecimientos del páncreas y el apéndice, y curarlas con yerbajos e infusiones.
Notó el rostro manchado de la madre (por el sol, los metales presentes en el agua potable del desierto, los cambios del cuerpo tras dar a luz a una hija y dos hijos, la injusticia) y diagnosticó que yo (empequeñecido por esa mirada torva que me reducía a una metonimia de mi madre) padecería en la edad adulta de sus mismos achaques:
mal estómago coyunturas
débiles manchas
en el rostro nubes
tras las ventanas de los ojos.

743

“Una inquietante palabra aymara, bellísimamente anticomunitaria, asocial, es k’ita. K’ita puede ser tanto un niño que se va de casa, se desprende de comunidad, familia o territorio, como puede ser una planta silvestre que crece sin cuidado, lejos del cultivo. El viento arrastró una semilla, lejos, y ahí se puso a crecer una planta al lado de una piedra, sin riego ni cuidado. Pero k’ita puede ser un animal, el animal salvaje de las alturas y las lejanías, que no es posible domesticar ni llevar a ningún corral”.

706

Miles de mujeres, niños y niñas, hombres jóvenes y viejos caminan por las calles escoltados por policías, controlados desde el aire por helicópteros.
Cruzaron la frontera guatemalteca con rumbo a Estados Unidos. Partieron el 13 de octubre desde San Pedro Sula en Honduras. Hoy, 21 de octubre, llegan a Tapachula, en la costa sur del Estado de Chiapas.

642

Cuando despierta, Wanda ya ha dejado su casa, la vida familiar.
Esa misma mañana debe ir al tribunal de familia para “pelear” por la custodia de sus hijos. Llega tarde y fumando un cigarrillo.
Ante el juez, quien le pregunta un par de veces si es cierto que abandonó a su esposo y sus hijos, Wanda responde: “Si él quiere el divorcio, solo déselo”, los niños “van a estar mejor con él”.

640

La vida, como toda ficción que simula la vida, comienza con la salida del sol.
Wanda (1970), la primera y única película de Barbara Loden, empieza por la mañana, en una casa empobrecida, ubicada en las cercanías de un yacimiento de carbón al norte de Pensilvania.
Dentro de la casa un niño llora; el llanto se superpone al ruido de camiones y excavadoras. Wanda duerme sobre un sillón en la casa de su hermana y, a medida que el ruido del día comienza a iluminar las cosas, despierta.

638

Había que corregir, golpear si fuera necesario, educar a los niños en la severidad, ser un hombre.

637

Soy un niño y entro a la casa jugando a ser mujer. Me contoneo y lanzo besos. El papá me da un golpe y me reta.
Hacia la tarde –cuando el sol es un recuadro entre el sillón y la tele– me arrastro, ruedo hasta sus pies y me acurruco para que me toque la cabeza.

635

Las familias de esos niños llegaban solo hasta los padres. A lo más una tía o un tío perdido en Tocopilla, Taltal, María Elena o Diego de Almagro. Éramos hijos de un padre huérfano, como eventualmente llegan a ser todos los padres. Ningún antepasado del que enorgullecernos, ningún relato familiar o heroico, familias sin memoria, sin épica o moral. Allegadas a la historia del desierto grande, habían venido recién a Antofagasta por algo de plata, espacio y, sobre todo, silencio para permanecer callados como huérfanos.
No había que matar al padre. Éramos su consuelo.

634

Comencé a escribir pensando que este texto (lleno de huesos y músculos), que yo en tanto que texto, tejido de nervios y carne y huesos y músculos, sería la armazón flexible que evitara la caída de los hombres-niños, pero no soy sino un cuerpo que mira y que siente y recuerda, que escribe. Solo puedo ofrecerles este oído que escribe.

628

Creo que mi amistad con C., por ejemplo, se fundó en la misma fascinación que tuve por la vida de esos niños. Yo vi en sus ojos algo que sentí propio, un deseo que me lanzaba a un vértigo inexplicable que, por cierto, nunca he vivido sino como testigo y, en mí mismo, como conmiseración o piedad. Nunca como vida a la que no se puede o es difícil renunciar, como fatalidad. Pero no hay nada deseable en esas vidas. Yo quiero alejarme del dolor.

625

Él era un niño unos años menor que yo, enorgullecido de su padre por su fuerza y su destreza, porque era capaz de defenderte, porque prestaba ropa como un amigo grande con el que nadie se mete.
Hablaba siempre de él, quien lo cuidaba solo –su mamá era un fantasma del que más valía no hablar por miedo a invocarlo: en algún sentido el silencio la mantenía presente, para sí mismo, al menos. Pero especulo, soy injusto, no debieran los procedimientos de la literatura embargar su memoria–. Su papá había estado en la cárcel un tiempo o eso contaba para espantarnos. Era para mí un hombre terrible y, para todos, un objeto de admiración, con su chaqueta de cuero negra unas tallas más grande.

527

Por las noches veo Mad Men. Hay un capítulo hermoso de la cuarta temporada. Lane Pryce y Don Draper se quedan solos en la oficina en la noche de año nuevo. Deciden ir al cine a ver Godzilla, luego van a un restaurant. Aquí, Lane le dice a Don que le recuerda a un amigo del colegio a quien todos admiraban, ese adolescente que tras de sí lleva siempre, como una estela, al resto de sus compañeros. Ese joven murió en un accidente en motocicleta.
Es el mismo tipo de niño-hombre al que admiré: C., P. Seguro hoy están muertos o consumidos por la familia y la monogamia, ellos no escriben ni realizan un trabajo, seguramente, perdurable, pero son todo lo que quisimos ser.

518

Durmiendo recordé haber sido un niño lleno de confianza hasta que un día llegó la gran vergüenza.

512

Más allá de los cerros o más allá de las boyas en la playa. Esos lugares, vedados para los niños, representaron todo nuestro deseo: desafiar a los padres, jugar con la muerte.
Esos juegos infantiles ahora vienen a representar otro deseo: aprender a morir. Todo porque la muerte nos hace menos arrogantes, nos permite amar sin condiciones, escribir sin metafísica, trabajar por hoy y para hoy.

504

Es de noche y el viento frío de la playa nos golpea, somos amigos desde niños. Estamos sentados en la arena frente al mar alrededor de los lugares donde no pudimos o quisimos entrar. Apenas nos miramos, el brazo roza el brazo tibio del otro. Estamos bien.

488

Savasana

Recordé una calle inclinada en medio del desierto
o rodeada de cerros.
Recordé o imaginé
contra el cielo azul los pájaros negros que rondaban la cancha de tierra.
Luego el volantín negro
de bolsas de basura negra que los niños persiguen
porque, a veces, si el tiempo es favorable
la muerte es también un juego.

364

20 de septiembre.
La montaña surge de la noche.

Hay preguntas fundamentales, que apuntan al fundamento de las cosas. Así, la pregunta por el tiempo que tarda en formarse una piedra, el suelo que sostiene los edificios que nos sostienen.
Sin duda, podemos atisbar esa temporalidad a través de las marcas que ha dejado sobre la materia, pero esa pregunta por los fundamentos no pretende analizar, reconstruir o explicar lo plegado (las capas de tiempo denso).
La pregunta por el fundamento es una pregunta sin propósito: ese tiempo es inaccesible. A la deriva del conocimiento intelectual, esta pregunta tiende puentes entre tiempos diferentes, diferentes materiales, para explorar sus continuidades. La pregunta por el fundamento de las cosas es, en este sentido, una pregunta por sus relaciones amistosas. Una pregunta que actúa (quizás) como crítica a la concepción diferencial del ser, de lo individualizable, del individuo frente a eso que llamamos naturaleza.
De manera esencial, ese tiempo –el tiempo del fundamento– nos es vedado, pero no la capacidad de imaginar, la capacidad de simulación.

Camino de vuelta a la casa, veo a un niño venir de la mano de su padre, una alegría inexplicable me golpea: me emociona todo lo que le queda por vivir.

304

En una de sus cartas a Isolda (él viaja por el sur de Chile, está en Valdivia), Óscar Castro escribe: “…mientras los niños se vestían, yo me encaminé hacia el invernadero del hotel. Conocí allí la Mimosa pudica, una planta semejante a un helecho común que encoje todas las hojas de la rama cuando uno la toca. Luego pude admirar trescientas variedades diferentes de quiscos. Los había de todas las formas y caprichos que pudo inventar la imaginación. ¡Y yo, Isolda, pensaba intensamente en ti al contemplar aquellos prodigios de la naturaleza!”

277

“Cuando recuperé la razón
me senté en una piedra a llorar como un niño
olvidando que ya era un hombre hecho y derecho”.

240

Me contó por qué me odiaba hace tanto, con una memoria admirable para un niño. Según él, alguna vez, yo lo traté mal. Por supuesto yo no recuerdo nada. Me odia todavía y le pido disculpas. De inmediato se aligera, pierde un peso de años. Acepta sin pedir otra cosa y me aligera, de paso, a mí, de un peso que no conocía.

228

Me descubren escribiendo, cuando niño, una carta, de amor, de ilusión, de esperanza, a Marta o Gabriela o José. Avergonzado la destruyo en mil pedazos que boto al tacho de la basura, pero que quiero tragarme para hacerlos parte de mí mismo y preservarlos de sus burlas. Huyo corriendo al patio. Tras unas horas vuelvo a la casa y veo, fruncido el ceño “como todo hombre de estudio”, a mi padre, pegando uno a uno los pedazos de la carta.

227

Tenemos que mover la cama tras la muerte del padre, para barrer la pieza y que la vida se esparza, encuentre un lugar limpio donde brotar, luminoso donde crecer. Yo soy un niño y la madre una joven mujer a unos centímetros de su propio cuerpo. La cama es pesadísima, el día quieto. No podemos moverla, quizás lloramos de impotencia, no sé, solo recuerdo la bruma luminosa del patio inundando la pieza. De pronto la cama se mueve, es el fantasma bondadoso del padre que aligera el peso de estar solos.

218

Más de una vez, de niño, estuve hospitalizado. Recuerdo un mediodía, luego del vapor del suero y el sueño, mi primera comida sólida: un pollo asado que comí como los enfermos o los desmemoriados comen, sin más certeza que la cuchara en la boca.
Nada tiene que ver esa ansiedad que produce la carne con la calma con que se preparan frutas y verduras, se lava la quinua, lentamente se cocina el arroz y las legumbres que despiertan a una mañana blanda.

208

Qué es un círculo, en el cielo, por ejemplo. O dos círculos girando cuesta abajo. U otro botando de aquí para allá en medio de la algarabía de lxs niñxs.

207

Recuerdo un sueño que tuve de niño. Estamos con el hermano en la sala de espera de un consultorio. Ninguno está enfermo, pero esperamos sentados en esas ásperas sillas color vino. Al frente la sala de examen, a la izquierda hacia el fondo está la puerta de salida que es asaltada por una bruma de luz que entra por el vidrio tras inundar la mañana. Antes, justo al lado de la silla en la que estoy sentado, hay un macetero lleno de tierra seca y brillosa, sin raíces. El hermano menor escarba esa tierra y encuentra una moneda fulgurosa como el sol de su rostro, corre hacia la calle por el pasillo y se funde con la bruma. Desesperado escarbo entonces la tierra y también encuentro, no una, sino incontables monedas que apenas puedo sostener entre las manos, con los bolsillos llenos. De pronto la puerta del pabellón se abre y aparece la mamá que me había estado buscando por siglos. Me obliga a dejar que esas monedas germinen en la sala de espera del consultorio, salimos a la calle y el día nos cubre.

206

Soñé que estábamos corriendo por la playa con el sobrino, el fantasma de la familia y otro niño, un gnomo o dulce duende de barba larga y abundante.
En la arena se escondían pequeños dinosaurios plásticos de diversos colores que el sobrino y su amigo recogían como tesoros.
El hermano luego de un rato le ordena que deje todos esos animalillos donde los encontró pues ya tiene suficientes juguetes.
El regreso a la casa es triste.
Estamos en una pieza vacía con suelo de madera, concentrados melancólicamente en la luz del sol que golpea las tablas y descubre la cremosidad del polvo en suspensión.
De pronto, por la ventana trepa el enano barbudo, deja caer de sus manos un caudal de pequeños dinosaurios plásticos que inunda las junturas de las tablas y la pieza. Nos miramos con un rostro bello y excesivo, el sol se adueña de nuestros cuerpos, descubrimos que somos parte de esa luz.

202

Puede ser que todos los proyectos que nos inventamos no vayan a acabar en nada: los trabajos inverosímiles que imaginamos mientras bebemos para capear el frío, las ideas que abarcan el cielo de los planetas habitables, los deseos de habernos conocido de niñxs para ser, ahora, un par de viejxs amigxs que se aman y soportan por sobre todas las cosas. Quizás cada unx muera más abandonadx que el otro en algún rincón de los extramuros de la patria, pero es bueno perder el tiempo juntxs, en frivolidades, en el trabajo, ha sido bueno reencontrarnos.

188

Recuerdo esa foto quizás perdida, de niña, vistiendo un traje de baño violeta en el Trocadero. Habrá tenido 4 años recién cumplidos, yo quizás 2. Sostiene esa mirada brutal que no comprendo. Imagino que mira la inmensidad del mar mientras la miro, a los niños que juegan en la orilla evitando el agua, advertidos de la basura y los cientos de medusas muertas que de tanto en tanto asolan el litoral. Yo apenas camino o me revuelco en la arena.

140

La desaparición.
El narrador cuenta un pasado que ya sabemos no existe más, se sitúa luego de la catástrofe.
El relato es de juegos entre niños, una literatura infantil.
Todo encabezado por un informe sobre el desastre.

36

En algún lugar de esta casa comienza la novela. En una ventana, en la habitación de un niño, con el sueño de un niño. Como en la ficción de Eduardo Barrios que describe –a través del enamoramiento de un niño demasiado adulto- el quiebre de la plácida imagen de la infancia que lo conduce a la muerte. Así, la novela comienza con la muerte del protagonista, en algún lugar de esta casa. O, antes, como era mi intención escribir, cuando los ruidos a medianoche lo despiertan y una mezcla de curiosidad infantil y fatalidad le obligan a mirar por la ventana, protegido tan solo por sus ojos, los ojos a manera de escudo de juguete, trincheras hechas para ser vencidas. Por un momento la cercanía con la irrealidad del sueño lo disuaden de la verdad de lo que mira. La piedra, el ladrillo, rápido se aleja de la cabeza del cuerpo tirado en el suelo. Al despertar, la lluvia cubre la ciudad. Un aluvión barrió con toda evidencia del cuerpo muerto, arrastrado hasta el mar. Después el mismo mar desaparece. La catástrofe, de alguna manera, salvó a la ciudad de aquella injuria. Desde entonces, todo comienza a morir. Cristóbal o Agustín, el niño refugiado tras los ojos, ha estado muerto toda la novela.
La novela que comienza en algún lugar de esta casa tratará de encontrar lo inexpugnable en la mirada de los niños.

34

Mi memoria no es dulce cuando niño. Esa era la boca.

33

En Epifanía de una sombra, al niño Juan Warni le dicen melancólico y se enfurece, agarra a combos al otro. Ni siquiera sabía qué significaba esa palabra.

30

Las nueve y media, noche de año nuevo. El papá llega recién del trabajo. Lo sé por sus ruidos, el sonido de sus pasos hasta la reja del antejardín, la manera singular de abrir la puerta o desplazarse cansado al interior de la casa. Le dice la mamá a Daniel: “Llegó tu abuelo” y él corre a verlo llegar. Solo espero que le diga al abuelo palabras alentadoras, de esas que los niños dicen sin pensar, esas palabras con las que los adultos se sorprenden y por las que convierten a los niños en seres mitológicos.

29

Y desengañado ya de largo, descreído. 1989 o 1990. Parece que íbamos al estadio, en micro. Pasábamos por un barrio más feo y más sucio que este, por fuera de una cancha de fútbol, o recorríamos una muralla larga rallada de grafitis claros, bien escritos, políticos. En medio del muro, tan largo como una cancha de fútbol, un punki estaba sentado sobre un balde, con los bototos negros sucios. Yo, de entre cinco y siete años, lo miraba maravillado y sonriente como un niño de cinco o siete años puede ver algo que considera hermoso. Su caracho se topó con el mío y me levantó el dedo del medio.

21

Le cuento a José mi mejor treta, cuando le gano el gallito al papá, el padre; el día que me encontré diez lucas. Corrí el riesgo que me dijera: estamos cortados. Víctor, hasta aquí llegamos, nosotros estamos cortados y de verdad se cortara todo: la confianza construida a partir de silencios, de engaños limpios, delicadezas y sobre todo obediencia irrestricta; el poco dinero que me diera; su alegría.
Aun así, esperé que salieran, me quedé como ya les tenía acostumbrados. Sigiloso entonces al cajón de la plata: un billete de entre muchos.
Al volver, convenzo al primo-niño de que me acompañe a comprar un helado, que le convido.
Camino al almacén, espero el momento preciso para agacharme y gritar excitado que me encontré diez lucas, primo, diez lucas. Vamos, te compro el helado que quieras, ranita. Por supuesto accede y compro su fidelidad. Tengo un testigo, soy invencible.
Lo mejor, todos se lo creen todo. Pero el papá, el padre me mira y sabe, sé que lo sabe, sabe que le he robado diez mil pesos. Y no dice nada.

12

El ardor del antebrazo me despierta anoche. También en el dedo de la mano que escribe. Busqué una araña o un zancudo que no encontré. Traté de dormir mientras mi hermano rezongó por la luz, cabreado, tuve un miedo bien niño.

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