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Creo que mi amistad con C., por ejemplo, se fundó en la misma fascinación que tuve por la vida de esos niños. Yo vi en sus ojos algo que sentí propio, un deseo que me lanzaba a un vértigo inexplicable que, por cierto, nunca he vivido sino como testigo y, en mí mismo, como conmiseración o piedad. Nunca como vida a la que no se puede o es difícil renunciar, como fatalidad. Pero no hay nada deseable en esas vidas. Yo quiero alejarme del dolor.