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Antes de que llegáramos –alguna tarde de verano– a correr por el arenal marcado de cal. Antes de dividir el campo en dos fuerzas opuestas y complementarias. Antes de que la pelota eclipsara el sol, cuando no había nadie, brillaba sobre la sal del desierto.
Y no hubo testigos.
Y no hubo cobardes.

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De un lado la noche y del otro el sol se enfrentaban en el crepúsculo.