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La película fue estrenada casi un año antes del atentado a las Torres Gemelas. Luego de que dos aviones se estrellaran en el corazón de esas imágenes en las que el pasado siglo permanece intacto. Imágenes de una ciudad en la que una familia se forma, en la que los amigos se quedan, en la que los niños crecen, en la que la memoria de los domingos de verano en el Central Park es todavía un motivo de alegría.
Imágenes como estas, de la vida familiar, de la vida íntima, de la vida cotidiana, posteriormente, vinieron a colmar nuestra relación con lo visible. Todos participamos de este régimen de la nostalgia y la presentación de sí. Tras ese atentado (tras el atentado en el corazón de lo visible) se ha vivido un proceso de intensificación de la producción de imágenes y su procesamiento digital, un uso por el que se han despojado del vínculo familiar en la serialización, en la construcción de perfiles políticos y de consumo; imágenes utilizadas para nutrir el miedo a perder la vida, para nutrir discursos conservadores, alimentar la violencia de quien ve en el otro al enemigo.
Imágenes que en su proliferación (en su aluvión intolerable) ya no se dirigen a nadie, que nadie puede ver, pero que se encadenan con otras imágenes similares y se hacen partes integrantes de procesos políticos de reconocimiento e identificación. Imágenes destinadas a la acumulación de dinero y poder, a la especulación que sacude el sustento de una realidad superviviente a la imagen, ya como reverso, ya como referencia, ya como experiencia religiosa o familiar.
Son imágenes bellas, sin embargo, emocionantes, los últimos diecisiete minutos del milenio, que nos hacen sentir más humanos.