819

Me dice que a veces le embarga la sensación de que la vida es difícil o, más bien, que ha resultado difícil. No por las dificultades materiales y políticas que supone vivir en un país injusto, sino porque los amigos están perdiendo la cabeza y las amigas ya la han perdido hace tiempo y que eso le produce una cierta angustia.
Entonces me escribe esperando que le escriba de vuelta. Pero yo no escribo. Dibujo y repito en cambio estas letras sobre un cuaderno de croquis para que aparezca tras sus formas la forma suave del mar.
Yo no respondo. Elijo por sobre la comunicación este ejercicio arraigado en la esperanza de que el color del mar coincida con el color de la escritura o que, al menos, la acumulación de estos fragmentos se parezca en algo a la tierra acumulada, a la historia del suelo y de la gente que habitó este territorio, convertida en astillas de huesos, trozos de loza y vidrio erosionados, indicios de una forma de vida en la que pudieron quererse, se dañaron y se amaron; formaron hogares en los que bebieron y comieron; construyeron edificios en los que trabajaron; cayeron sobre el suelo. Y el movimiento de la tierra, luego, y del viento, el movimiento del mar y del cielo erosionó sus huesos y utensilios y la tierra se les vino encima y deshizo su piel y su pelo, sus uñas y sus nervios y absorbió sus fluidos y ascendió como un brazo por entre las capas del suelo hasta romper el mantillo o, por alguna grieta del asfalto, extenderse al cielo.

Yo no respondo. Porque supongo en su mensaje una especie de obligación a la que me rebelo. Y porque a veces es más fácil pensar en los muertos que enfrentar a los vivos.