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Más de una vez, de niño, estuve hospitalizado. Recuerdo un mediodía, luego del vapor del suero y el sueño, mi primera comida sólida: un pollo asado que comí como los enfermos o los desmemoriados comen, sin más certeza que la cuchara en la boca.
Nada tiene que ver esa ansiedad que produce la carne con la calma con que se preparan frutas y verduras, se lava la quinua, lentamente se cocina el arroz y las legumbres que despiertan a una mañana blanda.