Le veo ir y volver del sueño esta mañana. La luz del sol entra por la ventana e ilumina ese espacio en el que duerme tirada en el sillón. Imagino un punto de vista más amplio. En el que los movimientos de su nariz al olfatear el sueño son imperceptibles. Un punto de vista preexistente a la mirada humana. Donde el día y la noche forman parte de una misma vibración. Veo la luz ir y volver sobre un complejo de puntos blancos y grises, tonalidades claras y oscuras. Mantos de luz y sombra que el viento mueve. Es la respiración del mundo, me digo, su sueño.
Se recupera el sueño y con él, los sueños. Se recupera el sueño y con él, el relato de los sueños.
Como en esos poemas en los que la nieve parece cumplir la función de reafirmar la magnitud del paisaje: “Blanca de nieve está la lejanía, / blancas de nieve todas las alturas”; después de soñar la mañana quieta es una parcela, un pedazo propio de tierra donde el sol nos ampara del frío.
Cuando no se duerme en cambio –o se duerme apenas– los días son inmensos espacios vacíos, difíciles de contemplar o navegar. Densos, caóticos, profundos mares correntosos en los que todo esfuerzo por nadar es inútil.
El día cuando no se duerme ofrece una verdad distinta. Mientras el sueño funciona como escala de lo real, la vigilia o el insomnio pueden ser un parpadeo a lo inmenso, allí donde por un instante es posible verse en lo que no tiene imagen.
Dos perras
Alrededor
De su corazón
Dormidas
A menudo se habla
De los ladridos
Cuando se habla
De perros y perras
De su lealtad y fiereza
Como cuando se dice perro
Que ladra no muerde
El perro / es el mejor
Amigo del hombre.
Pocas veces
Se habla del silencio
En el que descansan
Y duermen
Por el que navegan
La mayor parte del día
Y de sus vidas.
Soñé con un poema que leí antes de dormir. Vuelvo a tomar el libro por la mañana, con los delicados dedos del sueño.
En estas circunstancias acotadas y específicas, despertar es la continuidad entre poema y sueño.
En silencio
Leo mientras ellas duermen
-Cuando San Ignacio de Loyola
Dice ellas se refiere a las lágrimas-
El silencio es una línea
Cabalgada por los ojos
Una cabalgadura
Disponible
Para las que duermen
Para el que se desvela.
Duermo bajo el árbol de flor rosa
Tras los arbustos vacío la tripa
Sueño con flores y zurullos sueño
Ríos de amarillo orín que desafían
La flor de hoja metálica prendida
Al tronco sangrado soy quien
Duerme bajo el árbol de flor rosa.
La escritura, su presencia, mi presencia se cuidan la una a la otra. Me cuido de reducir al máximo el ruido de mis pasos, practicar una presencia leve y respetuosa cuando duerme, que es la mayor parte del día. Hace un tiempo me había pasado que al verla en la calle a distancia, arrojada, tuve un sobrecogimiento: estaba allí, con toda la fragilidad de su cuerpo pequeño. Ayer me pasó cuando después de comer me hizo fiesta, se acercó simplemente para que la acariciara, y sentí algo que puedo llamar ternura. Entiendo que es muy difícil volver cuando se toma este camino: el camino del cuidado mutuo; pero también que no es necesario volver.
Y les voy a decir, les voy a decir duerme, escúchame antes de dormir.
Anoche me quedé dormido tras ver una cantidad perjudicial de videos en YouTube. Dormí muy mal. Hoy tengo un miedo nuevo: que las imágenes de esos videos impresionadas en mis retinas reemplacen mis sueños.
Era aún de día, a la intemperie, cubiertos por pieles de conejo, nos preparábamos a dormir a la orilla del lago, sobre la piedra más plana. Fumarola del volcán, corona del horizonte los montes verdes. Más allá el mar de montes verdes. Cada pétalo lleno, de agua cada yema vegetal. Tú explicabas todas estas cosas a la recién nacida, y nosotros escuchábamos, inadvertidos:
monte verde
cuero del conejo
pupila lacustre
piedra plana
sacrificial.
Mi hermano y yo sabíamos del calor que habita al centro del frío. Todo estaba limpio, lavado por la lluvia.
Hasta el momento en que Gutiérrez, el joven escritor José Santos Gutiérrez [González Vera], decide dejar la casa familiar y le propone arrendar una pieza en un conventillo, Aniceto no había sino vivido apenas, en algún rincón entre Buenos Aires, Valparaíso y Santiago. Esta pieza donde comparten una cama de una plaza y media, dos sillas y una mesa en la que José Santos escribe y fuma por las noches, mientras Aniceto se sumerge en el sueño, abiertas las páginas de un libro, es su primer hogar o algo parecido a un hogar.
José Santos es narrador, Aniceto escribe poemas que se deslizan por los agujeros de sus bolsillos para perderse también en su memoria. Por las mañanas se reúnen con Sergio en la falda del cerro San Cristóbal para ejercitar el cuerpo: suben caminando y bajan luego corriendo para ir a trabajar a la imprenta de la revista Numen, propiedad del poeta Juan Egaña.
Duermen juntos, asean sus cuerpos uno al lado del otro, dialogan sobre literatura y política, siempre juntos, al menos por un tiempo. En la conversación que mantienen antes de acordar esa vida precaria, pero libre, en común, se preguntan el uno al otro si tienen “inclinaciones hacia la homosexualidad”. “NO”, responden con mayúsculas. No hay una relación sexoafectiva entre ambos, sin embargo, se llaman a sí mismos los “convivientes”.
Es la segunda década del siglo XX en Santiago de Chile y Aniceto -a pesar de haber experimentado relaciones heterosexuales pasajeras y frustradas- nunca ha manifestado ningún deseo por una mujer.
Es la segunda década del siglo XX, los hombres jóvenes mantienen, a veces, este tipo de relaciones homosociales y, a veces, las dejan para encontrar un trabajo estable, formar una familia e ingresar a la política, los discursos, la vida institucionalizada. A veces también dejan una vida u otra: allí se convierten, a veces, en “enfermos o viciosos, borrachos, cafiches u homosexuales”, en suma: en los seres humanos (“desnutridos, abandonados, sin preparación ni destino”) que conforman el “submundo extraordinario, pero un submundo humano” de los conventillos.
Pongo una taza de garbanzos a remojar y trato de dormir.
A medida que la noche llega y pasa, uno a uno, los garbanzos se abren bajo el agua y suenan / como una lentísima cuenta regresiva hacia el alba.
¿Quién duerme sobre el colchón del agua / fresca
Cubierto por la manta del verano sobre el río?
Hundo la cara en los brazos y duermo. Porque en el sueño los brazos son espesos. Porque en el sueño los brazos son verdes.
Digo yo, pero es otro el que duerme sobre el pasto.
El viernes inmediatamente posterior al Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, la Plaza Italia, rebautizada Plaza de la Dignidad, amaneció cubierta por un manto blanco; la estatua de Baquedano, coronada por la palabra paz. Esta, como tantas otras acciones de despolitización (las capas de pintura que cada cierto tiempo aparecen sobre las paredes para tapar rayados, el discurso de la criminalización) tienen el propósito de volver al “orden social”, censurar, silenciar, negar, ya no la validez, sino la posibilidad misma del disenso y sus expresiones políticas.
Hoy los muros de la calle Moneda, camino a la Biblioteca Nacional, amanecieron de nuevo pintados de blanco, gris o amarillo. Cada día parece más racional, más lógico y premeditado el discurso de la política que, por un lado, blanquea la violencia del Estado y, por otro, cubre las expresiones de lo político.
Entiendo que tras estas acciones hay un diagnóstico preciso del riesgo que corre la ciudad propia / la ciudad ilustrada con la reverberación de estas expresiones llenas de vida beligerante: el de exponer la fisura que constituye lo común, como objeto de la política; la comunidad, como opción afirmativa de la democracia frente al desmoronamiento de las lógicas de representación; la sociedad, como manifestación del Estado. Imágenes todas de la división, la separación de quien no quiere reconocer su parecido con quien considera inferior y deja debajo; de quien no quiere reconocer su cercanía con quien tiene al lado y deja afuera, desplaza y aleja.
La sociedad se funda en una piedra rota (wut walanti, lo irreparable - Rivera Cusicanqui) y la política no puede sino negar esta realidad, no puede sino encubrir su propia violencia (caracterizada como orden, control, seguridad, democracia, bien) pues arriesga su colapso.
La ciudad está edificada sobre la base de la violencia de sus distancias, sobre la violencia de sus jerarquías, la violencia que, en sus versiones más simples, necesita acabar con el otro (gestionar su vida) convirtiéndolo en enemigo, en el mal. Pero otro asunto vibra en las imágenes del manto, del velo que cubre las murallas de noche, cuando dormimos, idealmente, en nuestras propias camas. En términos simbólicos, el manto, el velo blancos funcionan como los amuletos, conjuros, los objetos rituales, tienen una función apotropaica: mantener alejado el mal en la cercanía de su práctica.
Anoche soñé que tenía una hija, una hija hermosa que era a veces un perro. Dormía a los pies de la cama o iba a mí para enredarse en mis brazos y me hablaba suave y articuladamente entre gruñidos y ladridos. Y yo la amaba pues no tenía nombre o era quizás una extensión de mi verdadero nombre. Mayormente permanecíamos tirados en la cama o en el suelo al nivel de los mamíferos menores. O con el hocico sobre la hierba al nivel de los insectos. Y nos mirábamos con un amor profundo y desconocido hasta entonces para mí. Enrollado mi cuerpo, dormía mi hija en el hueco que quedaba entre mis patas, la cola y el hocico. Al mediodía había ido a la clínica a verte y caminé después hasta la casa desanimado. La gente volvía a reunirse en el hueco de la Plaza Italia entre las patas de Santiago, perro hoy viejo y amoroso como yo en mis sueños.
Soñé que alguien me abrazaba mientras dormía. Y pude dormir tranquilo, sin preocupaciones.
En la somnolencia imaginé que esta cama en la que duermo -de colcha azul, de sábanas blancas- era una playa gentil.
Me dormí fantaseando una fantasía febril. Imaginé mi vida y mi muerte mi renacimiento entre los brazos del viento mi sexo mi afecto, el amor vegetal la tiranía del sol en otoño la flexibilidad de mis brazos, mi corteza ruda. Cuando desperté, en el diario, el cura Valente escribía sobre el libro de Rafael Rubio como si no hubiese pasado nada entre 1960 y junio de 2019, como si la historia y mis sueños no tuvieran ningún peso, ninguna sustancia.
Como si la noche fuera un territorio, los obreros de la construcción parten tras su jornada laboral en buses y bicicletas a dormir en casas oscuras. Despiertan, todavía de noche, bañan sus cuerpos que perfuman, preparan bolsos y viandas, viajan de nuevo hacia el día.
En el lenguaje
Galopa
Retoza
Descansa
Duerme
Se aparea y reproduce
El yo sin medida.
No es aún de día (en Chile –Brasil, Argentina, en Charlottesville, Virginia– la noche es eterna).
La policía escolta a un grupo de fascistas, heterogénea aglomeración de corpúsculos y formas, enquistados en el cuerpo de la marcha.
Es aún de noche. Dormimos con un cuerpo sobre el pecho.
Yo dormía y me mirabas dormir. Nada más puedo decir al respecto. El resto son mis deseos. Tras mis deseos está la nada.
Por fin despierto de este largo sueño. En las calles los demás hombres duermen todavía sobre las bancas y veredas, en alguna esquina, con las manos dentro de los pantalones, aferrados a sus penes semierectos.
Yo tomé su brazo entre mis brazos, lo acuné y lo puse a dormir.
Lo miré dormir en silencio.
Afuera, todo se desprendía, el aire se llenaba de esporas, “tan numerosas como los granos de arena y las estrellas del cielo”.
Despierto o duermo
soy una calavera
blanca brillando en el espacio
exterior
de mis ojos
del agujero de mi boca
luz de estrellas
la trizadura
del cráneo es un río
en sus riberas
florece la vida.
Wanda abandona a su familia. Sale de la casa de su hermana rumbo a los tribunales y no llega nunca a volver, le pide antes a un anciano que recoge trozos de carbón un poco de dinero. En los tribunales uno de sus hijos llora, pero Wanda ni siquiera lo mira. Sale rumbo a la calle. Consigue trabajo en una fábrica textil; al cabo de dos días es despedida por demasiado lenta, por improductiva. Sin tener adonde ir, va al cine, se duerme y le roban el poco dinero que tiene. Se queda sin nada, que es otra forma de decir que ya no tiene nada que perder. Conoce, después, a Mr. Dennis, un criminal mediocre, que fantasea con robar un banco.
La vida, como toda ficción que simula la vida, comienza con la salida del sol.
Wanda (1970), la primera y única película de Barbara Loden, empieza por la mañana, en una casa empobrecida, ubicada en las cercanías de un yacimiento de carbón al norte de Pensilvania.
Dentro de la casa un niño llora; el llanto se superpone al ruido de camiones y excavadoras. Wanda duerme sobre un sillón en la casa de su hermana y, a medida que el ruido del día comienza a iluminar las cosas, despierta.
Me doy vueltas y vueltas todo el fin de semana santo en el departamento de un ambiente en el que despierto y duermo, tratando de escabullir la responsabilidad de sumergirme a escribir “la novela”.
Una especie de miedo a encontrarme con algo que no quiero, qué sé yo, con la parte mala.
“Trabajo mi epitafio cuando duermo; al despertar, al recordar lo olvido. Estará escrito el día que no despierte del sueño. Estará escrito en mi casa cuando no despierte”.
Gonzalo Millán
Luego del almuerzo, el sol entra por la ventana y dibuja un rectángulo sobre el piso. Me estiro bajo su luz, ruedo hasta encontrarme con la tibia dureza de sus piernas y me duermo.
Soñé que estábamos en una casa amplísima. En algún momento te perdí de vista o me perdí simplemente en medio de las incontables habitaciones. Comencé a abrir puertas que conducían a otras piezas vacías en busca de la salida a la calle. Logré llegar a un patio donde encontré a un hombre joven sentado sobre el pasto, llevaba a cabo una tarea que no pude identificar pues se levantó enseguida me vio aparecer, como con una deferencia ancestral frente al extranjero. Me indicó la salida como se lo pedí. Al fondo de la casa, vista desde donde estábamos, tras una puerta con mosquitero vi a un niño de sexo indeterminable sumergido en la luz de la cocina, estaba parado casi de espaldas a mí, mirándome por sobre el hombro. Logré entrar a la casa. En la habitación había una pareja de jóvenes aprestándose a dormir. Apagaron la luz y yo, cuestión extraña, continué allí, de pie, en medio de la oscuridad. Antes de esto habíamos intercambiado algunas palabras, yo era una presencia palpable, no un fantasma, una persona completamente diferente. Un ruido como de uñas arañando una superficie de madera se repetía debajo de la cama, no los dejaba dormir. La mujer se quejaba, encendió la luz. Dentro de la pieza había un mirlo negrísimo buscando la salida de esa jaula, algo así como la libertad, un mundo más amplio. Antes de que ambos entraran en pánico y de paso asustaran al pájaro, me puse de rodillas y le hablé al mirlo, pero sin palabras. Le ofrecí mis manos abiertas, abrí la ventana y el mirlo voló de vuelta a la noche. Luego, otros pájaros comenzaron a salir de los rincones oscuros de la pieza: un gorrión, algunos chincoles, pequeñísimos chercanes, un zorzal; los ayudé a todos a salir por la ventana, pero no alcancé a salir yo mismo cuando desperté.
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El proceso fundamental de la actividad onírica consiste en contar los sueños
17 de octubre.
La constancia del hastío hace insoportable frecuentar a las personas que no estimo –el resto / los otros–. Ahora un deseo inmenso de dormir para despertar / renacer a una vida simple, de cara a las cosas que configuran este espacio.
Por la tarde vi 4 ejemplares de tordos, 2 machos y 2 hembras.
¿Cómo hablar del dolor de los otros?
Si digo lluvia, ¿llueve en tu cabeza?
Le digo a R., tras estar apenas unos minutos presente: “Me tengo que ir un poco”. Bromea con esta forma que uso para trasmitir, apenas, que tengo cosas que hacer, cosas que impiden que me quede, pero que de no ser por ellas me quedaría a gusto, también que no me voy del todo, pues uno siempre deja una imagen tras de sí.
2 de octubre.
Se acaba el día, se encienden las habitaciones / ceden luego a la noche / el cielo se enciende y gira en el pasado que dormimos.
19 de septiembre.
Soñé que había dormido la vida entera. En el momento de mi muerte, un atisbo de algo que supe real me cubrió, invitándome al sueño placentero en el que me sentí más vivo, incorporado al fin.
Tras el sueño vino un sueño más profundo, en el que pude dormir “sobre ambas orejas”.
“Aquí yace el poeta Hiponax. Si eres malvado, no te aproximes a su tumba. Si eres honesto y vienes de un lugar virtuoso, no temas, siéntate; y, si quieres, duerme”.
Esta mañana he escrito algo que debiera ser una observación más o menos desapasionada del alba. Anoto luego de una asociación que me atraviesa los ojos: “Entonces lloro”. Vuelvo a leer esta nota a las 17:14 horas y no logro comprenderla.
día 26. Es domingo. Se escucha el trinar de las cosas, rumor de la noche que cuida el sueño de quien duerme.
Ser gentil, entonces, cargar en el bolsillo la piedra del sol por si la espantosa multitud del mundo te persigue, cargar, al menos, un ramo de melisa, por si necesitas dormir.
Se levanta del asiento con impertinencia, bosteza y se estira. Yo intento dormir, pero no puedo evitar observar su cara idiota mientras mira por la ventana. Siento una horrible distancia entre nosotros, no puedo identificarme con su escasa humanidad; de inmediato el desprecio, cierto asco por el gesto de su boca semiabierta, signo inequívoco de estupidez, por sus ojos que se abren de manera desproporcionada, al tiempo que una sonrisa le suaviza el rostro.
El asombro lo embarga, todo cambia ahora, me emociona su entrega sincera a la maravilla que significa surcar el aire, sobre la cordillera de Los Andes.
Yo leo por las mañanas después del desayuno, tras el almuerzo mientras los otros duermen siesta, al llegar la noche cuando la familia se calma. Él me ha estado mirando con cierta distancia o curiosidad, no sé, hasta que me pregunta qué estoy leyendo. En voz alta le leo un poema que al parecer lo sorprende, me pide que le lea otro. Después de unos días hablamos y me cuenta: me gustó ese poema que dice: “Las estrellas perdidas son para ti, el frágil cuerpo de un bañista es para ti”.
Tras cocinar en esta noche fría la comida que me mantendrá firme mientras escribo, la ventana empañada acumula el cielo nocturno y sus constelaciones.
Son las ventanas de las altas torres donde los amigos insensibles se desvelan o, en la duermevela de la melisa, confunden la vida con los sueños.
Y escribí de manera desesperada el libro del despojo, comencé a escribirlo en sueños y, al despertar, ya estaba terminado, como la vida vieja que dormí, plácidamente, por tantos años.
Soñé que subíamos por un ascensor interminable mientras hablábamos de la alienación que supone soñar con ascensores, soñar que tenemos que descansar, soñar con dormir.
Cuando desperté el otoño había llegado. Tengo la sensación de que dormí todo el verano y todas las cosas que tengo que hacer están acumuladas en el escritorio.
La luz del sol –exactamente a las 7:55 AM- proyecta la figura de unos árboles en el ventanal. Lo demás es una ausencia preocupante de luz en esta casa en la que nos encontramos. Tú continúas tu sueño por unas horas más, admiro esa capacidad para dormir en situaciones adversas. Hay un calor inmenso, sofocante aquí dentro. Las cortinas se mueven con un urgente deseo de acabar con la casa
Un sueño. Nos inventamos una ficción para abandonar la ciudad y ser felices. Almorzamos en la casa de un fascista. Estoy muy enfermo –es parte de mi personaje, aunque realmente estoy enfermo-. Así es que me quedo en la cama mientras los demás parten a perderse en la noche. Es reconfortante el contacto de mi cuerpo afiebrado y las sábanas limpias. Imagino tu presencia al borde de la cama, tu mano en mi frente para controlar que la fiebre no me arrebate del mundo. A ti te preocupa mi presencia en el mundo, lo que es agradable y me permite dormir.
El ardor del antebrazo me despierta anoche. También en el dedo de la mano que escribe. Busqué una araña o un zancudo que no encontré. Traté de dormir mientras mi hermano rezongó por la luz, cabreado, tuve un miedo bien niño.
Antes el patio era de tierra. El suelo del patio. Había un árbol. Bajo el árbol un par de perros muertos. Cuando ya fui lo suficientemente grande, enterré a alguno. Luego edificaron camas leñadoras sobre ellos y dormí. Tuve miedo. Cemento cubrió la tierra, baldosas que semejan un tablero de ajedrez: tonalidades de azul cubrieron el cemento.
Puerta entornada, mi hermano duerme. Yo permanezco en la mesa del patio y miro alrededor.