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Las familias de esos niños llegaban solo hasta los padres. A lo más una tía o un tío perdido en Tocopilla, Taltal, María Elena o Diego de Almagro. Éramos hijos de un padre huérfano, como eventualmente llegan a ser todos los padres. Ningún antepasado del que enorgullecernos, ningún relato familiar o heroico, familias sin memoria, sin épica o moral. Allegadas a la historia del desierto grande, habían venido recién a Antofagasta por algo de plata, espacio y, sobre todo, silencio para permanecer callados como huérfanos.
No había que matar al padre. Éramos su consuelo.

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