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Fantaseo con nuestro reencuentro. Es como si me hubieras estado esperando hace mucho. Conversamos toda la tarde hasta la noche, luego salimos a comer. Entramos al único lugar que encontramos. Nosotros y ciertos turistas preparados para un safari. Nadie más, las calles de Santiago están desiertas. Te cuento sobre los hombres del lugar de donde vengo, cómo uno de ellos vendió la casa que heredó de su abuela para gastarse toda la plata en prostitutas y alcohol; o las extravagantes formas de manifestar cariño de esos hombres: aparte los golpes, el incremento de las pulgadas de los televisores cada navidad, tener que emborracharse para encontrar un sitio a tu lado (pero como ese espacio es huidizo, se hacen necesarias más y más cantidades de alcohol).
El resto del tiempo es de una brutalidad sin matices:
El padre huye de los besos del nieto.
El nieto sabe que los besos son un castigo.
El hermano huye de todo para encontrarse y encontrarme de paso.
Yo me escapo.
La madre permanece allí, sin comprender, cuestionando esa manera de vivir, pero con el corazón sano, con la mente sana, consciente de su cuerpo y de su espacio.
Digo entonces una frase que nunca he dicho: las mujeres del lugar de donde vengo son todo lo que yo quisiera ser alguna vez.

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