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Pocos días que recuerdo en los que fui –ahora pienso- feliz. Esa tarde en Concón cuando bebimos ron, oriné en el patio de la cabaña y robamos una planta luego de ganar algo de dinero en la calle tocando guitarra. Esa otra tarde cuando intentaste demostrar tus habilidades marciales y caíste, la noche que salimos a la calle a gritar por nuestro amor desaparecido en medio del parque Bustamante. O esa vez que bailamos el odio en calzoncillos, la madrugada en la que le arrebatamos un árbol a la tierra y lo metimos a la casa para imaginar la mitología de las raíces. Y también están esos otros momentos que me reservo, no por pudor, sino porque son inexplicables.