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Mi tía nos invita a tomar once a su casa para celebrar mi venida, el cumpleaños de mi madre y, en general, que hoy estamos juntos. Están los abuelos, mi tío, mi primo y mi sobrino. Reímos comiendo un pan horneado con gracia. Antes conversamos en el patio sobre los cactus del jardín, comemos frutas maravillosas y mi abuelo nos habla de los pájaros. Del viaje que hizo hace unos años a Cunaco a visitar a unos parientes perdidos. De esa primera mañana en la que el canto de los zorzales le regaló una vida nueva.
Para mí, es difícil escuchar estas historias sin tragarme unas lágrimas de alegría. Él, que resentí tanto durante mi adolescencia por ser un hombre como todos los hombres, se emociona con el canto del zorzal, la timidez del chercán, la vida altiva del tiuque.
Llega mi hermano luego y vemos álbumes de fotos. Descubro mi alegría infantil y se me enciende algo dentro. Después mi hermano cuenta cuando descubrió a mi abuelo entusiasmado viendo videos de las cortísimas faldas de las bailarinas de saya en Youtube y todos reímos.