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Está la ropa de calle, con la cual nos presentamos al mundo, libre idealmente de manchas y roces, libre de la acción erosiva del cuerpo en su medio. Y está la ropa de casa, adelgazada, semitransparente y olorosa, tibia del domingo, pegada a muslos y glúteos. Esa ropa adherida, también, al sueño.
Esta es la ropa de la depresión, la soledad, de eso que llamamos descuido de uno mismo, pero también es la ropa suave del amor propio y del amor a los otros.