Me dice que a veces le embarga la sensación de que la vida es difícil o, más bien, que ha resultado difícil. No por las dificultades materiales y políticas que supone vivir en un país injusto, sino porque los amigos están perdiendo la cabeza y las amigas ya la han perdido hace tiempo y que eso le produce una cierta angustia.
Entonces me escribe esperando que le escriba de vuelta. Pero yo no escribo. Dibujo y repito en cambio estas letras sobre un cuaderno de croquis para que aparezca tras sus formas la forma suave del mar.
Yo no respondo. Elijo por sobre la comunicación este ejercicio arraigado en la esperanza de que el color del mar coincida con el color de la escritura o que, al menos, la acumulación de estos fragmentos se parezca en algo a la tierra acumulada, a la historia del suelo y de la gente que habitó este territorio, convertida en astillas de huesos, trozos de loza y vidrio erosionados, indicios de una forma de vida en la que pudieron quererse, se dañaron y se amaron; formaron hogares en los que bebieron y comieron; construyeron edificios en los que trabajaron; cayeron sobre el suelo. Y el movimiento de la tierra, luego, y del viento, el movimiento del mar y del cielo erosionó sus huesos y utensilios y la tierra se les vino encima y deshizo su piel y su pelo, sus uñas y sus nervios y absorbió sus fluidos y ascendió como un brazo por entre las capas del suelo hasta romper el mantillo o, por alguna grieta del asfalto, extenderse al cielo.
Yo no respondo. Porque supongo en su mensaje una especie de obligación a la que me rebelo. Y porque a veces es más fácil pensar en los muertos que enfrentar a los vivos.
Hoy el cuerpo es un ruido
un ruido sin cuerpo
sin fuente un río
sin cauce sobre el río.
Hoy el cuerpo es un ruido
otro río sin cuerpo
sobre las aguas del río.
Hoy el cuerpo es un río
sin cuerpo un ruido
de agua sin fuente
o vertiente un río
cayendo río abajo
sobre las aguas del río.
A la altura del pecho dos puntos / capullos / yemas vegetales. Ha sido siempre para mí motivo de ternura (algo parecido a la esperanza) imaginar el silencio de la rama – la hoja – el fruto que todavía no brota. Resuena allí la rotura asignificante que es el ruido del mundo desenvolviéndose, parecido al quiebre del verso que cae en la línea posterior.
Yemas vegetales rodeadas por la maleza del vello que corona la areola. Es un sonido imaginado, un peso, también imaginado, cuando tomo entre mis manos los pectorales todavía tiernos, todavía tibios, a pesar del clima frío anterior al invierno.
Es el sonido del cuerpo entendido como pausa, como detención entre un cuerpo antiguo y un nuevo cuerpo.
Me toca la cabeza, mueve sus dedos en la amplia espesura del pelo y me desarticula, cada hueso cede a su juntura, caigo por dentro.
Todos me ven sin embargo por fuera, completo.
Terminamos de ducharnos. Es un día caluroso tras la práctica de Educación Física. Agradecemos la usual ausencia de agua caliente en los camarines. Volvemos a la larga banca sobre la que hemos dejado nuestros bolsos con la ropa del liceo público. El compañero nuevo entra tarde a la ducha. Nos espera para quitarse la ropa frente a todos. Tiene un pene grande y semierecto, pálido como el resto de su cuerpo. Con el pelo largo sobre los ojos, deja sus cosas y nos mira. De inmediato nos cubrimos al verlo y caemos sobre la banca, apresados entre el vaho que expelen los cuerpos desnudos y la pared del camarín. Por un segundo contemplamos esa revelación. Él está ahí, parado y blanco en medio del vaho, resplandeciente como un animal mítico.
Me quito la ropa frente al espejo y alcanzo a ver el movimiento del hombro que se acomoda para darle fuerza al omóplato y que así el pecho se abra. La camisa cae a mis pies sobre el pantalón y entro a la ducha.
Estoy a ambos lados de la cortina: bajo el agua caliente, sobre las baldosas frías. El vapor va llenando el baño, envuelve la bruma el cuerpo del viajero. Es madrugada, se avecina el invierno.
“Si cae a la telaraña una ramita y la hace vibrar, la araña no se inmuta pues sabe reconocer las vibraciones propias de la mosca una vez que esta es atrapada”.
Como pequeñísimas esferas. Burbujas cayendo por el aire hasta dar con alguna superficie sólida.
Así imagino el libro.
Mientras preparo el desayuno para enfrentar el resto del día ("I cannot remember the books I’ve read any more than the meals I have eaten; even so, they have made me"), del interior del cráneo brota una pregunta que cae sobre mis manos:
¿He sido, para alguien, alguna vez, motivo de alegría?
¿Alguna vez, he hecho feliz a alguien?
Explicación consolatoria: etimología.
Tras la etimología (el origen / la verdad de las palabras) está el deseo de un lenguaje motivado o, al menos, la fantasía de la denominación / del nombre que cae sobre la tierra.
Motivos de dolor:
-que el otro no pueda vivir el paraíso que deseo para él
-el crimen por inconsciencia / el crimen de arrogancia: dañar sin querer (a quien lo quiere a unx)
-que no encuentres refugio
-mantenerme callado cuando es necesario decir cualquier cosa: está bien / el sol cae / el día comienza / se abre el poema
-no tener nada que escribir.
Caigo en el sueño o despierto y vuelvo a entrar a una casa vacía.
Es el final de la práctica. Savasana, jugamos al cadáver. Con los ojos cerrados, el cuerpo sobre el suelo. Los estímulos externos (las cosas, los dioses, los filmes de los que el aire está lleno) no penetran, la mente se blanquea, me dejo llevar por la respiración, me someto a la deriva incolora de la somnolencia.
De pronto un deseo emerge: quiero que alguien me sostenga cuando caiga desesperado por la autoconmiseración. Comprendo que al igual que los huesos y los músculos que sostienen el cuerpo (“flexível armação que me sustenta no espacio / que não me deixa desabar como un saco vazio”) necesito desarrollar los músculos que sostengan el espíritu. Este reconocimiento me produce alegría y, muerto, sonrío.
Cuando un árbol cae, cae también el silencio.
Hacia la noche la fresca brisa de la tarde se convirtió en tormenta.
Por la mañana, de camino a la feria, vi el tronco de una araucaria tirado sobre el parque Forestal, con sus gruesas raíces expuestas.
El árbol debió haber caído durante la madrugada, rendido ante el viento, mientras yo tenía el más terrible de los sueños: confiado y seguro de ser querido, les enseñaba a los miembros más jóvenes de la familia cómo hablar por sí mismos.
Quiero decirle al sobrino: Escribamos un poema nítido.
Nítido como estos cerros
de la cordillera de la costa
a la hora en que el sol cae
en un día de enero.
Repitamos una y otra vez el poema
para quedarnos con su forma nítida
para que el día y el sol y la hora ya no importen.
Savasana
El cerebro de un individuo adulto pesa más de 1 kilo. Un corazón promedio, 300 gramos. ½ kilo cada uno de los pulmones, la piel de un humano de mediana estatura (1,70 m.), aproximadamente 5 kilos.
Todo cae (atraído de manera irresistible) en lo otro. Todo, cuando cae, libera energía, esa energía es mensurable, tiene también su propio peso.
Por resistirse a hacer legibles las voces que dictaban su política revolucionaria, Juana fue condenada a la hoguera.
Recordando La pasión, Adrienne Rich escribió sobre el deseo de un poema desnudo, en el que nada quede por decir:
“If there were a poetry where this could happen
not as blank spaces or as words
stretched like a skin over meanings
but as silence falls at the end
of a night through which two people
have talked till dawn”.
El lenguaje deja caer un velo sobre cada cosa. De ahí el privilegio de la significación, la paranoia que compele a encontrar sentido hasta en el más insignificante de los hechos.
Más que el incesto, la culpa de Edipo fue desconocer el decir de la Esfinge, al relacionar su significante enigmático con un significado velado. El lenguaje tiende sus señuelos.
Hay una especie de fuerza que atrae y repele en las cosas, una especie de bello silencio, distinto al silencio que cae a la llegada del alba ("al levar! / qu’ieu vey l’alba e l jorn clar"), cuando no hay más que decir; otro que la resistencia a hacer legible el misterio (de Dios: “La luz viene en el nombre de la voz”).
Como la Esfinge, las cosas aluden a la fractura de la significación, exponen la cesura al interior de cada palabra, el corte (la “talla” para Raúl Ruiz fue otro modo de manifestar la discontinuidad constitutiva del cine: “La talla es una forma de montaje”).
Las cosas se resisten a encontrar sentido aunque, al mismo tiempo, son recuperadas siempre como sentido: todo signo es una cosa doble y abierta, diferente. Frente a las cosas quizás no quede más que asumir que son naturaleza.
Ayer me quedé dormido con la seguridad de no haber soñado nada hace mucho tiempo. Hoy desperté con la sensación de un sueño obstinado, pero no recuerdo nada más que pequeños fragmentos, cosas que caen, objetos apenas vistos tras un golpe de ojo, los restos de un naufragio (tratar de despertar).
No puedo otorgarle legibilidad a esos fragmentos, ligar cada una de esas cosas a la espera de un sentido narrable. No hay, como es sabido, nada detrás de cada uno de esos objetos fragmentados -ni el deseo de felicidad ni el miedo a perder aquello que llamamos propio-, sino una disposición inmotivada en el espacio de la memoria: el movimiento de las aguas que golpean el cuerpo y se abren para volver a reunirse más allá.
Recuerdo ciertas sentencias que nos ayudan a vivir:
“entramos y no entramos en el río pues somos y no somos” (el río);
“no solo estoy en mi cuerpo como el marinero en su nave”;
“every man is an island”;
y, también, un deseo: que vuelvan las nubes verdes a cubrir el territorio, como un (gran) “árbol solo que llega al mar”.
La caída. Caemos al mundo, así como cuando, demasiado cansados, un pestañeo nos lanza al sueño y de vuelta a la densidad de nuestro propio peso.