Leo el reverso de los 40 días. Me parecen las notas de una persona “deprimida”. Sin embargo, fueron 40 días en los que pude sentirme entregado. El amor (que acá solo debería significar esto: el deseo de vivir la vida con respeto) requiere entregarse a lo que esta ofrece, sin pensar, arrojarse.
23 de septiembre.
Hay nuevas horas, nueva luz, espacios amplios, un mundo nuevo.
Hoy escribí casi exactamente lo mismo que ayer. El décimo día, día del hastío, de la repetición, número de la vida vieja.
A veces siento que emprender esta, como toda otra tarea, carece de sentido. Este es el mundo, “¿hay sentido en él?”
Luego de la alegría –inmensa, me atrevo a decir– caigo en este hastío, dudo de todo, de mis intenciones declaradas de benevolencia. Llego a pensar que necesito estos estados de autoconmiseración, de esta morbidez que se manifiesta contra la vida activa. Ahora mismo el cuerpo frío de las cosas me consuela. Un sentimiento persiste: la mística desaseada de la anulación, del anonadamiento, del llanto, de eso que a los ojos del mundo –que son mis propios ojos– es nada más que depresión.
Un sentimiento horripilante llega como corolario: ¿quién es esa persona?
día 37. Un pájaro tira del resto de los pájaros. El mundo cae, los pájaros huyen a las cabezas de sus hijos.
día 28. El refrigerador revienta el sonido del alba. De pronto todo cae en su sitio. El ciclo del día finge su continuidad: caótica danza que los solitarios imitan en pasos regulares, esquemas, figuras abstractas, luminosos signos discretos.
día 21. Una última gota cae, hace visible la superficie de las cosas, el dolor que comparten. Aunque todo permanezca de pie, ya ha empezado a derrumbarse. La tierra es generosa.
día 5. Abajo, la escritura del tiempo avanza mientras caemos.
Nos abrazamos con delicadeza en el momento de la despedida. Yo recuerdo un cuerpo más fornido, lleno de vida. Me sorprende ahora esta inconcordancia, esa delgadez que me obliga a tenerlo más cerca para estrecharlo. Él me abraza también con cuidado, como quien toma un objeto invaluable y teme dejarlo caer.
A veces vuelve la sensación de ese milímetro excesivo; ese milímetro del mundo desplazado que me deja de lado o detrás: el milímetro en el que las cosas se alejan a una distancia irremontable o, a veces, se acercan demasiado. Y todo cae o se desliza entre los dedos: las ventanas se avecinan, las puertas se cierran en las narices, los peldaños me tienden trampas. Son noches de vasallo, noches en las que me pierdo en el vasto territorio de la cama, camino a la mañana.
Primero fueron noches incontables de un malestar tenso; en las que me levantaba de la cama con el cuerpo fuera de sitio. En la oscuridad me apresuraba hacia el baño dejando el pijama descascarado por el suelo, camino de la ducha.
“Las uvas huecas, perfumadas del jabón” me devolvían la calma y podía, entonces, caer dormido nuevamente sobre la tina, mientras el agua terminaba por lavarme los sueños.
Soñé que estábamos corriendo por la playa con el sobrino, el fantasma de la familia y otro niño, un gnomo o dulce duende de barba larga y abundante.
En la arena se escondían pequeños dinosaurios plásticos de diversos colores que el sobrino y su amigo recogían como tesoros.
El hermano luego de un rato le ordena que deje todos esos animalillos donde los encontró pues ya tiene suficientes juguetes.
El regreso a la casa es triste.
Estamos en una pieza vacía con suelo de madera, concentrados melancólicamente en la luz del sol que golpea las tablas y descubre la cremosidad del polvo en suspensión.
De pronto, por la ventana trepa el enano barbudo, deja caer de sus manos un caudal de pequeños dinosaurios plásticos que inunda las junturas de las tablas y la pieza. Nos miramos con un rostro bello y excesivo, el sol se adueña de nuestros cuerpos, descubrimos que somos parte de esa luz.
Pocos días que recuerdo en los que fui –ahora pienso- feliz. Esa tarde en Concón cuando bebimos ron, oriné en el patio de la cabaña y robamos una planta luego de ganar algo de dinero en la calle tocando guitarra. Esa otra tarde cuando intentaste demostrar tus habilidades marciales y caíste, la noche que salimos a la calle a gritar por nuestro amor desaparecido en medio del parque Bustamante. O esa vez que bailamos el odio en calzoncillos, la madrugada en la que le arrebatamos un árbol a la tierra y lo metimos a la casa para imaginar la mitología de las raíces. Y también están esos otros momentos que me reservo, no por pudor, sino porque son inexplicables.