Al anochecer – cuando figura se confunde con el fondo oscuro – cuando los altos picos de los edificios, las altas cumbres se confunden – cuando paulatinamente por la ventana – que es mi punto de vista – comienza a penetrar el agua – y sigue su curso y colma todo el espacio – cuando la noche nos sumerge en el sueño: un ojo se abre, imitando el día.
La ventana da a un muro alto que entorpece la mirada.
La ventana -antes que al paisaje- está abierta al ruido: al trino
De los pájaros al ruido: de las máquinas
A la rueda -esa otra máquina simple-.
La ventana está cerrada al ojo.
Quizá como la piedra antigua -la piedra
De Seikilos por poner algún
Ejemplo intencionado-
Guarda para sí la música que le acompaña.
Ahora bien / en este mundo de
Comparaciones arbitrarias
No podemos saber qué misterios
Encierra un muro -si acaso algún misterio guarda-
Ni de qué lado / del muro estamos.
frente al mar me senté
en lo más alto de las rocas
a ser roca a atajar el viento
pensando que ese era el trabajo
de las rocas pero las rocas
-al menos estas rocas
en las que estoy sentado-
conducen el viento
le muestran un camino.
Y me dice: se verán las personas que estén a la altura de las circunstancias.
Luego de unos días entiendo que son las circunstancias las que son altas y que tanto ella como nosotrxs somxs quienes debemos subir a donde haya que subir. Que es una invitación a participar de lo alto.
“Siento que tengo que permanecer en lo más alto de mí misma (…) y estar en el camino que me toca vivir (…). Aunque puede ser que un día me quede mirando fijo esa foto y ya nada más me haga salir de este hoyo (…). Puede pasar”.
Mónica Quezada
Parece perfectamente lógico que un árbol crezca sobre la tierra que un pájaro vuele sobre la copa o descanse en sus ramas -así, por antonomasia, paradigmáticamente-. Todo esto vemos cada día y todo esto es cierto, pero cuando el árbol se yergue y la tierra se mueve,
1991. Durante la Guerra del Golfo, un dron estadounidense captura imágenes de un soldado iraquí rindiéndose con las manos en alto ante la que pensaba era una nave pilotada. “Encontrar prisioneros de Guerra”, según Adam R. Fein, representante de la AAI Corp., “no era uno de los usos previstos” para sus drones, “pero estamos muy contentos de que también puedan llevar a cabo esa función” (Ted Shelsby. “Iraqi soldiers surrender to AAI's drones”. The Baltimore Sun, 2 de marzo de 1991).
1878. Abril. Eadweard Muybridge realiza un panorama de la ciudad de San Francisco desde el punto más alto de la ciudad (la torre de la mansión de Mark Hopkins) sobre los 116 metros. Publicado como un álbum compuesto por trece láminas plegadas, llegaba a los 5 metros de longitud completamente desplegado. Es posible identificar, en el panorama en el que domina la ciudad aparentemente desierta, el puerto y la bahía de San Francisco, algunas diminutas figuras humanas borroneadas.
Con el paso del día
la alta sombra del tamarugo
desciende al suelo del desierto.
Escucho el aleteo de las palomas y giro la cabeza.
Veo el reflejo de su vuelo en la ventana, sobre la malla de metal de la jaula que las atrapa.
Esta imagen dura un segundo.
Un segundo tardo en ver la estructura metálica de las ventanas del alto edificio en frente, reflejado también en esta ventana.
Pero no toda jaula es aparente.
De noche las nubes quebradas
La luna llena quebrada
En las ventanas
De la torre
Más alta.
~
De día una larga cola
De mujeres y hombres
Alrededor del alto
Edificio de la AFC
Espera
Para cobrar el seguro
De cesantía.
Suena la larga bandera fuera
del estadio nacional
se infla y enreda
en el cable que la iza y
roza la destruye
en lo alto vuelan sus trozos
integrados al gran viento.
allá. cuando hubo un mar. en lo alto. colmado. por lágrimas grandes. de grandes. animales. impresionados. en los cielos. blancos. animales esta tarde. acá. cuando abajo vuelven. a correr la pampa. abierta. oscuros. animales. de dorados lomos. visitan. a veces. ciudades. cercanas. y los vientos fríos. esta tarde corren. el sol. tibio intenta. domarlos. pero llueve.
Soñé -era de noche, estábamos en un alto edificio- que la carretera que atraviesa la ciudad era una larga serpiente arrastrándose entre la hierba que brillaba.
Las sombras de los edificios franjean el río. Camino por el puente de Recoleta. Solo hay hondo y ancho y alto.
Me quedo perplejo (aunque perplejo es una gran palabra) viendo las ondulaciones del cabello de ese hombre. Un hombre normal, ni bien parecido ni feo, ni alto ni bajo, el pelo descuidado, seco, pero que aun así crece ondulado, se mueve, lentamente, a lo largo de mucho tiempo, como el viento se mueve, a veces, o las aguas.
Desperté en medio de la noche y apresurado balbuceé el siguiente sueño:
Caminaba por las calles con grandes trozos de grasa. Una grasa blanca y sólida. Me habían dado alguna droga y llevaba muy contento esos grandes trozos blancos y firmes. Volvía al hogar –el hogar es donde no se vive solo–. Sobre el refrigerador había una nota en la que me decían que habían ido a dar un paseo, pero volverían pronto. Yo escalé el refrigerador que era inmenso para quedarme en lo alto a contemplar la remota arquitectura de la cocina y el living. Bajé luego y me miré al espejo. La piel de mis brazos era quebradiza y violácea, tenía grandes moretones de vidrio por piel, en el dorso de las manos, en el pecho, en la frente. Me sacudí y cayeron pedazos del vitral de mi imagen al suelo. Este era un sentimiento de felicidad, estaba cambiando de piel. Me quedaba dormido después. Llegaron de vuelta cargando sus propios muertos. Acostado en la cama leía una nueva traducción de Moby Dick que tenía ciertas interrupciones del traductor, notas y glosas, largos poemas al final de los capítulos en los que reflexionaba sobre su oficio. Me tapaba la cara con el libro para no ver a esos fantasmas, también para no ser visto. Te acercabas a la cama tratando de quitar el libro de mi cara, me hablabas tranquilamente para despertarme por fin. Tú me acariciabas entonces la pierna, sentada más atrás, a los pies de la cama. Yo estaba enfermo y necesitaba toda esa atención. Esa era precisamente mi enfermedad.
En las altas torres de metal y vidrio se repite el cielo
En los vidrios de las ventanas se repiten las nubes del cielo
A veces unas nubes son ventanas
Nubes otras veces
Cielo mayormente
En las ventanas.
Entre los escasos fragmentos que alcancé a escribir conservo los siguientes:
“Y el juego consiste en darle a los postes a pesar de que la noche es inminente o, por lo mismo, por tanta luz inútil, tanta luminaria y tanto camino iluminado. Sus nombres eran bíblicos: Zacarías, Saulo, Manuel, José. De alguna manera, yo soy todos ellos”.
“Ocho y media de la tarde, ni siquiera nueve. Hora del día, y era esto un consenso entre los niños perdidos para siempre el mes de junio de 1990, en que la sombra de una persona alcanzaba su mayor dimensión, especialmente en el solsticio de verano.
Saulo siempre fue el más alto de todos, lo seguían la Caty y la Olga, José, de menor edad, aún no alcanzaba un desarrollo satisfactorio, era más bien bajo. Saulo, por lo tanto, lograba abarcar una mayor extensión de terreno con su sombra. Con los brazos abiertos, se extendía calle abajo llegando al mar, o eso decía, a los mil años, cuando fuera un gigante.
El mundo no tiene sino doscientos a los once: por eso no andaban gigantes por la calle; a lo más un tipo de dos metros y tanto que habían visto por televisión: ‘¡El hombre más viejo del mundo!’ (y más alto), de una edad cercana a los ciento veinte. Desde aquí se desprendía que el ser humano (niñas y niños, todos), aproximadamente a los setenta u ochenta años de la formación del planeta, recién había proliferado. Antes, bajo la forma de animalejos diversos vagaba por los océanos. Las montañas no existían. Nunca se preocuparon de ellas. Eran un espejismo. No existe la distancia. Esto lo afirmaba Olga. José creía en cambio que el mar era lo que no existía. Una vez leyó que las ratas en transatlánticos arribaban a islas lejanas, caminaban por una crisneja, escalaban por las cadenas de las anclas, nadaban hasta un barco, partían. José decía que los marineros eran todos unas ratas; el mar, una forma especial de decir montañas (había muchas maneras de decir una misma cosa y eso lo aterraba). Las ratas venían de las montañas entonces. Él y toda su familia vivían en una ínsula. Su madre le recriminaba que leyera tanto: te vas a quedar ciego… Leer, concluyó, es malo para la vista.
Saulo, en cambio, afirmaba que era solo el sol lo que existió. ¿Y la lluvia?, a veces llueve en invierno o otoño… La lluvia no es sino otra forma del sol. El sol tiene dos formas extremas si más condensado o disperso. El sol es un círculo en el cielo y uno que baja subiendo de nuevo y para siempre. O dos anillos entrelazados, que giran. Todo el desarrollo del humano era explicado por el principio de giro perpetuo de dos anillos entrelazados.
Olga en realidad no creía en estas cosas, con el año y medio que le llevaba a Saulo tenía todo muy claro. El mundo era el mundo simplemente”.
“Y en el presente están todos muertos, perdidos sus cuerpos en algún lugar de la playa, arrastrados por los tumbos.
Ahí los veo emerger de entre el resto de los cuerpos de la fosa, entre esos brazos y torsos sin dueño, enverdecidos por el mar, el rostro de Saulo, la ropa de Zacarías, la mano que llevaba el reloj de Manuel todavía marcando el tiempo”.
“Que el planeta fuera plano o redondo, un disco flotante o cualquier otra de las teorías del resto, no fue nunca una de sus preocupaciones. La elipse que el sol dibujaba sobre el cielo como la de los astros menores o la luna; la curvatura de las nubes; el ineludible descender de los viajeros que es su ascender, recortados por el horizonte; la difícil imaginación del borde, juntura de mar y cielo; o la vez que subieron el cerro esperando ver la pared del mundo y solo descubrieron más y más cerros, otros convertidos montañas, planicies, pampas salares desierto bosques ciudades, costa, mar tomando altura y vuelta a dar con el primer hito, por el mismo camino, pasando fuera de la casa, repitiendo la ruta que soñaron. Podrían haber dicho: primera vez que emprenden aventura, primera vez sin supervisión, la primera de vuelo los padres, a no mediar la amplitud racionalista del rostro de la Olga, su ceño de inteligencia, las trenzas que disimulaban buenamente bajo un aspecto infantil, largas tardes al sol, prolongadas jornadas de observación atenta, incontables días e incontables noches de arduas evaluaciones del comportamiento de aquellos niñitos, niños que fueron sus amigos, sus enemigos, su familia; a no mediar su amor, sus casi dos años menos de juventud.
La redondez de la tierra, para Olga, la naturaleza de su acción, manifestaba su evidencia. Pudo deducir, sin mitologías, cada proceso y explicarles, de haber querido, el ineludible movimiento circular, indeterminado e infinito del mundo y sus estratos. Y más particularmente, que la sombra de una persona se alargaba tanto cuánto su relación con la orientación de la luz del sol se lo permitía y que –en un momento de su ciclo diario– la sombra coincidía con la altura exacta de sus cuerpos; que pasado el mediodía era el momento preciso para saber cuánto más crecidos estaban; que las ocho y media de la tarde durante el solsticio de verano era por completo una ilusión, un simulacro de sus futuras medidas; que incluso José podría ser más alto que todos si más cercano al crepúsculo vespertino se confrontaba con la sombra que Saulo proyectó a media tarde; que el ser humano no alcanza los mil años; que los cuerpos vuelven al mar, donde todo después se cierra”.
“El último año de mi vida”. La humillación más alta: quitarle a quien ya no tiene nada lo único que resta: su tristeza.