“Entonces, perdí el afán de publicar. Ya no me pareció ni interesante, ni importante, ni necesario. Lo que tenía que decir tenía que decírmelo a mí mismo. Era necesario encontrarme a mí mismo, saber quién diablos era yo. Y para esto sí que era importante y necesario escribir y nunca dejé de hacerlo. No se puede dejar de escribir”.
Oliver Welden
La solución parece simple: vivir en trance; entregarse de manera amorosa a la escritura que es imposible de recordar o de anhelar, por demasiado íntima, por demasiado presente.
Leo el reverso de los 40 días. Me parecen las notas de una persona “deprimida”. Sin embargo, fueron 40 días en los que pude sentirme entregado. El amor (que acá solo debería significar esto: el deseo de vivir la vida con respeto) requiere entregarse a lo que esta ofrece, sin pensar, arrojarse.
28 de septiembre.
Ser más arbitrario, yuxtaponer rabiosa, caprichosamente. El deseo no es por el sentido inanticipable, sino por la posibilidad de continuar escribiendo.
Me parece imposible expresar de manera simple aquello que deseo. No es un problema de estilo, es un problema de referencia, de denotación, de la relación entre el lenguaje y el mundo.
Hoy es el cumpleaños del padre. Pienso en enviarle de regalo un reloj con la siguiente inscripción: te devuelvo el tiempo.
Aquello que vulgarmente llamamos belleza, pero que más se parece al espanto.
Salgo por la mañana y al cerrar la puerta recuerdo un sueño que me parece recurrente.
Vuelvo del trabajo y la puerta está abierta de par en par. Una desesperación incomparable viene de inmediato, miedo a haber perdido algo de valor.
Sin embargo, al interior de este lugar que llamo “mi” casa, nada falta, todo está exactamente como lo dejé por la mañana, como si nada -al interior- fuese precioso para otrx más que para mí mismo.
El decorado en las fotos de estudio de fines del XIX.
Veo el retrato de unos hombres sentados sobre esplendorosas sillas en lo que parece ser, a primera vista, un jardín interior (un invernadero). Ramos de flores, guirnaldas decoran las paredes; se entrometen, en medio de sus piernas, maceteros: helechos, diferentes variedades de quiscos, la Mimosa pudica.
No existe naturalidad alguna en esa escena, tampoco en los rostros saturados por la exposición. De ahí cierta distancia, pero la delicadeza de situar, azarosa o estratégicamente, por motivos del más estereotipado convencionalismo o por un derroche de creatividad, esos maceteros sobre el suelo del estudio, al centro de la foto…, como si el carácter mortuorio de tales fotografías no viniera de las vidas para siempre perdidas, sino del énfasis en la dimensión vegetal de la muerte.
Los hombres oscuros. Es importante la mirada, ya sea en el narrador que se entrega a la apertura del paisaje o a la mañana, a la caída de la noche, ya en algunos personajes: la mujer de Víctor Alfonso, el suplementero revolucionario, lo mira con orgullo mientras este vuelve al conventillo con su presencia simple y se sirve la comida.
Estos momentos -en medio del erotismo interrumpido o frustrado, de los malos olores: el guano y el hedor del amor furtivo, el hacinamiento y los vicios- parecen requerir de un lenguaje que escape de cierto expresionismo decadente o un realismo de tableau, para entregarse al luminoso trabajo del lenguaje analógico.
Dibujamos un círculo sobre la arena. ¿Qué es?, ¿qué puede ser? Una pelota, una naranja, el sol o una rueda.
Sabemos, le digo, que una pelota no es una fruta o el sol una rueda, pero en algo se parecen. Todos son un círculo, la circularidad, insisto, es ese aspecto que comparten y por el cual podemos llegar a decir: naranja del cielo o:
el sol rebota en la arena de esta playa
rueda
hacia la tarde.
“Pero quizás si esta pausa era un poco necesaria”, le escribe Moisés a Humberto, “ya que debíamos darnos cuenta verdaderamente de que ya no estábamos cerca, de que ya nuestras cosas no iban totalmente una al lado de la otra. ¿Y quiere creerme? Puedo decirle con mi propia lengua que en cuanto a lo imperecedero de nosotros nada ha cambiado, en nada podrá ya cambiar. Hay un destino entre nuestras buenas frentes. Un destino bello e implacable. En lo que a mí se refiere, me someto a él con alegría. Y es que nuestras ‘soledades’ parecen verdaderamente hacer una sola, querámoslo o no”.
Un mundo de caricatura, que no pareciera tener consecuencias, en el que la muerte no existe. ¿Acaso ese hecho no lo hace un mundo más eficaz para retratar una historia de abuso y violencia? Pues, al no existir consecuencias, la manera propia de ser es a través de la violencia: la subjetivación es violencia. ¿No parece, acaso, ese mundo en el que la muerte no existe, más horrible y más fiel?
Solo un punto es el nombre de una revista que el Andino Profundo y el Amigo Talentoso, frente a este clima de violencia naturalizada, deciden editar en venganza de los opresores. En algún sentido es una venganza luctuosa, una venganza que para deshacerse de la violencia debe restablecer la muerte. Afrontar las consecuencias es el precio a pagar para atreverse a ser libres.
Existen frases densas, densas y profundas, dolorosas: “No tener la foto de la familia es como no formar parte de la historia de la humanidad”; otras frases pesadas, de bronce esculpidas en los mausoleos de la memoria: “Un país que no tiene cine documental es como una familia sin álbum de fotografías”. Denso y pesado parece ser el estatuto de las imágenes que median entre nosotros y eso que llamamos historia.
Quizás esta (la escritura del diario) pueda parecer otra muestra innecesaria de intimidad, puro exhibicionismo, pero no es lo íntimo aquello que me interesa, es lo interior.
Almorzamos junto a P. Hablamos largo sobre ella. Está constantemente ahogada, con ganas de decir algo que aún no piensa, o algo que de tan dicho pudiera parecernos innecesario escuchar: “Me gustaba que me quisiera”.
Hoy creo que he terminado un poema de
Yoko, la escritura de los hombres que me ha costado más tiempo de lo necesario.
Esa escritura de años parece inmensamente ridícula frente a la fluidez del diario.
"A solas el día parece más largo". Saco esta frase del libro.
La abuela, que es a la vez la mamá, y su hija en la pieza del nieto que juega en el patio. Tal vez piensen que me parezco a él. Me siento sospechoso de escribir.
Y desengañado ya de largo, descreído. 1989 o 1990. Parece que íbamos al estadio, en micro. Pasábamos por un barrio más feo y más sucio que este, por fuera de una cancha de fútbol, o recorríamos una muralla larga rallada de grafitis claros, bien escritos, políticos. En medio del muro, tan largo como una cancha de fútbol, un punki estaba sentado sobre un balde, con los bototos negros sucios. Yo, de entre cinco y siete años, lo miraba maravillado y sonriente como un niño de cinco o siete años puede ver algo que considera hermoso. Su caracho se topó con el mío y me levantó el dedo del medio.
Pensé lo infinitamente sorprendido y entusiasmado que me habría sentido yo si hubiese recibido ese regalo a los cuatro años y tuve una ligera envidia. También quise un tren por esos años y sus rieles. Al despertar, hubo tren para el sobrino también.
Es gracioso el sobrino: un poco pesado como yo y un poco miedoso y tímido como era mi hermano. Se parece más a la hermana, por supuesto.