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Un hombre no mucho mayor que yo, en la calle, me llama hijo, para preguntarme la hora. Son las 8:55 de la mañana, es 12 de septiembre y hace frío en Santiago. La diferencia más visible entre ambos es que yo vivo cerca del cerro, él vive en la falda del cerro. En razón de esta diferencia el mundo se ordena / nos ordena / ordeno el mundo y mis relaciones con lxs demás. Llamarme hijo es una forma de respeto, pienso, pues por otro lado creo que merezco respeto, pero hay en esa palabra, más bien, una estrategia retórica que intenta construir un espacio de familiaridad allí donde él, para mí que soy como tú, es un extraño: aquel de quien -como nos han enseñado- hay que cuidarse.