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Ayer creí llegar a una especie de reconocimiento. Es, sin embargo, algo que ya había pensado, pero a lo que ahora se suman los últimos días en Antofagasta.
Tras la vida vieja y su ruptura, vino la experiencia de la desolación: no tener nada ni a nadie, no hay lugar. Esta experiencia, en su versión luminosa, condujo a la posibilidad de “volver a nacer”, la posibilidad de la “vida nueva” como locura de trabajo y tal.
Pero, luminosa u oscura, tras la desolación está el desierto.
En el viaje –que es siempre un regreso– comprendí que existe un lugar o, al menos, su promesa: el retorno a la memoria infantil, la alegría infantil (sin habla), donde soy querido a pesar de mis dificultades para aceptar el amor sin medida.
Ahora la valentía: mirar, ofrecerme, permanecer quieto y escuchar, estar presente, respirar, estirarme cuando el sol se entrometa por la ventana y descansar cada vez que sea necesario.