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En el mejor de los casos, los viajes deberían devolvernos la imagen de quienes somos. No de quien “realmente” somos, aquella ilusión de suficiencia: máscara, mascarada, persona. A la interferencia luminosa, muaré: la fluidez del mar que el sol hace visible. En el peor de los casos, esa imagen que somos para los otros: el infierno, la vida bajo la mirada de los otros.
El viaje ha perdido el prestigio que tenía para los antiguos, para el intelectual militante: el neoliberalismo, la autodeterminación y el monocultivo.